Huroneando por la RAE en busca de un equivalente en español de flânerie di con el andaluz “hacer barzones”, por realzar paseos ociosos, excelente traducción de flâneur. Además Andalucía es tierra del jamón ibérico, por lo tanto hacer barzones es una expresión con solera, mientras caminamos, con o sin rumbo fijo, y contemplamos el teatro de la vida. A su vez, teatro es un vocablo con interesantes flâneries interpretativas; del griego théatron (teatro), deriva semántica de théama (lo que se ve u ofrece a la vista o a la contemplación intelectual), y así fue el viernes pasado, último día laborable.
Salí con atraso de casa y tomé un taxi. En el primer semáforo en rojo una pareja, madre e hija adolescente, cruzó por la senda peatonal. La joven calzaba una deplorable ojota de cuero decorada con pedrerías o bijouterie, muy fancy. “Deplorable ojota”, porque la otra -rota- la llevaba en la mano. Lo primero que me acudió fue la historia y evolución de las prendas adecuadas para caminar. Los antiguos romanos perfeccionaron la manufactura del calzado y crearon los primeros zapatos y botas cerrados conocidos, los calcei. Los legionarios usaban calcei, con suelas reforzadas con clavos de hierro o bronce, por relatos de historiadores de la época sabemos que suelas de este tipo soportaban unos mil kilómetros de caminata por todo terreno.
En la vida civil, las calcei eran un bien suntuario al que solo las clases acomodadas romanas tenían acceso cuando se desplazaban por la calle -el resto: descalzos o con sandalias-; si iban a una fiesta o a casa de algún amigo, los pudientes iban acompañados por un esclavo que portaba sandalias aptas para la ocasión, que se colocaban al llegar a destino. Las de las bellas solían estar ornadas con perlas y decoraciones de oro y plata para lucir sus piececitos enjoyados. Los romanos y, antes, los griegos también inventaron la podofilia como variante del fetichismo. La mamá de Aquiles, Tetis, era conocida como “la de los lindos pies.”
Durante siglos el acceso a zapatos o botas fueron privilegio de adinerados, la gente con menos recursos andaba descalza o sandalias, y solo se calzaba en circunstancias extremas. En 1850 Isaac Singer patentó la máquina de coser y revolucionó la confección de ropa; seis años más tarde, Gordon McKay patentó una modificación de la máquina de Singer apta para coser suelas y capelladas de cuero, invento que transformó la industria del calzado y democratizó su uso. Hasta ese momento, zapatos y botas se fabricaban de manera simétrica y se podían usar en el pie derecho o el izquierdo indistintamente. La Guerra Civil de los Estados Unidos (1861-65) trajo, del industrializado bando de la Unión, la estandarización de medidas para la confección de ropa y calzado, este último cosido con las máquinas Blake-McKay; así apareció la numeración de tallas para zapatos y la diferenciación para pies izquierdos o derechos.
Sigo evocando el primer capítulo de mi flânerie, la joven con una deplorable ojota; lo primero que pensé fue en el tiempo que le llevó a la humanidad acceder sin restricciones al uso de calzado, una adquisición de confort -o acceso a un bien de primera necesidad- que tiene menos de dos siglos de vida. Stendhal y Tolstoy han dejado constancia de la práctica de quitar las botas a los soldados, amigos o enemigos, muertos durante las guerras napoleónicas; otro tanto hacía el bando confederado en la Guerra Civil. Nuestro Cándido López registró, en algunos de sus cuadros de la Guerra del Paraguay, la misma práctica y, en la Segunda Guerra Mundial, dos de los trofeos más cotizados entre los soldados aliados eran las pistolas Luger y las botas de los paracaidistas alemanes. Hoy en día, en la devastada Reina del Plata, otro despojo de los motochorros son zapatillas de marca o “llantas”. Sin embargo, en meses de verano, es frecuente ver pies de ambos sexos lastimados y llenos de apósitos; por usar sandalias en vez de zapatillas o zapatos livianos y medias de algodón, más aptos para largas caminatas. La segunda historia que me acudió cuando vi a la joven con su deplorable ojota en la mano fue Jasón; llegó de regreso a Yolco calzando una sola sandalia, había perdido la otra al vadear un rio ayudando a la diosa Hera. De haber tenido la posibilidad, sin duda, Jasón habría optado por livianas botas de trekking.
De regreso y sin prisa, camino a la estación de subterráneo, una cuadrilla de obreros arregla la vereda. Dos de ellos, envueltos en nubes de polvo, cortaban baldosas con una amoladora. No usaban gafas ni máscaras para protegerse del polvo. Heródoto cuenta que los cnidios (actualmente provincia de Caria en Turquía) intentaron abrir un canal a lo largo del itsmo que separa la Cnidia del continente para aislarse de sus enemigos; los esclavos “padecían en todo el cuerpo, especialmente en ojos y narices” por la polvareda levantada al romper la piedra. Consultado el oráculo acerca de los sacrificios e invocaciones a los dioses, necesarios para lograr su objetivo, recibieron -algo poco frecuente- una respuesta sin ambages de la Pitia sobre el futuro del itsmo: “Ni canales ni muros en el itsmo / Zeus lo formará isla si quisiere”. De haber tenido gafas y máscaras protectoras, los cnidios no habrían acudido al oráculo.
En el vagón del subterráneo y sentado, yo era el único con un libro y un lápiz en las manos; el resto, la mirada fija en las pantallas de sus celulares. Abro el libro a la altura de mi cara pero no leo, observo al resto de los pasajeros. Algunos matan el tiempo con algún juego, la mayoría chatea. Dos jóvenes intercambian mensajes de texto y comparten imágenes de las respectivas pantallas; en varias oportunidades juntan las cabezas sonríen y sacan una selfie que, de inmediato envían a sus amigos. La de la derecha, de boca grande, dientes perfectos y labios pintados de rojo furioso, en más de una oportunidad saca la lengua, siempre la misma pose y encuadre, antes de tomarse una selfie, sola o con su compañera, que, trascartón, envía por chat.
Apolonio de Rodas nos habla de los Morinecos, pueblo de Anatolia, cuyos habitantes tienen la costumbre de realizar en privado todo lo que está permitido hacer al aire libre, en medio de la población o en el ágora. En cambio, lo que hacemos en nuestras habitaciones, ellos lo hacen puertas afuera, sin pudor, en el medio de las calles: “ni siquiera es privado el contacto sexual, que lo realizan como cerdos en el medio de los campos”.
Imagino a Morinecos contemporáneos, haciendo streaming en redes sociales al momento de su actividad sexual -solos o acompañados, en pareja o en grupo-, o subiendo fotos haciendo sus deposiciones en inodoros. Y también a los Morinecos contemporáneos, compañeros del vagón de subterráneo, enclaustrados en la intimidad de sus dormitorios, puertas y ventanas cerradas, cortinajes corridos, tapados los agujeros de las cerraduras, sacar de un escondite secreto de un guardarropa un libro y, tapados con las sábanas, leer en la clandestinidad. Como los forajidos de Farenheit 451.
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