Al final de la tarde, veníamos caminando por Santa Fe desde Scalabrini Ortiz, a la altura de la Rural nos cruzamos con un joven de minifalda gris, camisa blanca, saco y borceguíes negros; estudiada graduación de grises, cabello corto, ojos muy maquillados. Traté de hacer una taxonomía de su orientación sexual, no era travesti ni una loca, tampoco afeminado; muy por el contrario. Se dio cuenta que no le quitaba la mirada de encima -el disimulo visual no es mi fuerte-. Al cruzarnos me preguntó si le gustaba, le respondí que mucho y que parecía un evzón.
Nos alejamos, Beatriz me recriminó por ser tan descarado para mirar y me preguntó que era un evzón. Le contesté que es el ojo del fotógrafo que enfoca y que hay una palabra en inglés que requiere más de una en español para definir esa manera descarada de observar: stare, mirar fijo, y que, con seguridad, el muchacho con el que nos acabamos de cruzar tampoco sabría que es un evzón, pero estábamos empatados y epatados: él me sorprendió con su aspecto y yo con la comparación. “Todo un duelo de imagen y palabra”, concluí.
Luego, le conté a la bella de los evzones griegos con sus polleras y chaquetas de color caqui, boinas o feces, medias blancas y botas herradas, y de cuya ferocidad supieron los turcos en la Primera Guerra Mundial y las tropas de Mussolini en la Segunda.
Continuamos caminando y recordé que meses antes había comentado con un conocido bibliotecario estadounidense, con el cual todos los años nos cruzamos en la Feria del Libro y que hacía poco había salido del closet. Él es conocedor de la vida cultural de Buenos Aires y me comentó que estaba encantado con nuestra definición de “loca”, que en su país ya se estaba usando en español porque no tenía una definición en inglés, así con una sola palabra; le pregunté cómo la traduciría, lo pensó: “she is a little bit too much”, concordamos que es mucho más linda “loca”.
Luego volví sobre los hombres con falda; me llaman la atención, salvo los evzones y highlanders, los dos como el desconocido con el que nos habíamos cruzado, hacen ostentación de ser machos alfa, por lo menos a los fines de las imágenes de su unidad militar. Pero no me llaman la atención las mujeres con pantalones, en cualquier tipo de tenida, de trabajo o social.
Al llegar a Puente Pacífico estaba anocheciendo, sábados y domingos a esa hora de la tarde la avenida Juan B. Justo desde Santa Fe hasta Libertador, pierde el ritmo desenfrenado de tráfico urbano en horas pico; se repliega, y adquiere un carácter provinciano, lleno de calma. La vereda del regimiento de Patricios, más animada por el acceso al hipermercado que está en la esquina de Cerviño, las del terraplén que contornea las vías de ferrocarril, más contemplativa.
Pasando el puente, tres mujeres con más de media docena de niños, sentados en el piso, reparten las recaudaciones de las limosnas, los pequeños devoran unos choripanes de tentador aroma que vende una parrilla; aroma que, ciertamente, se debe hacer insoportable para los mendigos hambrientos que pululan por la zona. Y esta reflexión la habíamos hecho, en otro paseo por la calle Thames, en una esquina, el perfume a pan horneado y a masitas dulces invita a entrar y a comer algo, en ese momento nos preguntamos qué harían cuando los sin techo piden algo.
Seguimos por la calzada bordeando los terraplenes parquizados, del ferrocarril. Ciclistas, patinadores, skaters, en versión adulta o niños acompañados por los padres, por la senda; en las laderas con césped, grupos juegan a las cartas, conversan, tocan la guitarra o miran el paisaje urbano en silencio, casi todos toman mate. Avanzamos en dirección a una música que viene desde adelante. En la esquina de Juan B. Justo y Cerviño, un saxofonista, rodeado de público, pienso que el saxofón es un instrumento de bronce, pero es llamado “madera” como la flauta traversa que es de plata. Nos sumamos al auditorio, es un excelente ejecutor, toca sin partitura y de repertorio inagotable, nos regala en sucesión: Take Five y Equinox.
Avenida Cerviño y Avenida Juan B. Justo bien pueden ser como el Cardo Maximus, y Decumanus Maximus, como marcaban los romanos el centro de la urbanización futura y en cuya cuatro esquinas construían los edificios donde se realizaban las actividades administrativas, comerciales y culturales. Norte-sur, Cardo, Juan B. Justo; este-oeste, Decumano, Cerviño. Y al igual que en una urbe romana en el cruce hay un hipermercado y el Centro Cultural Islámico con una mezquita y minarete.
El saxofonista toca La pantera color de rosa, y las notas se elevan como si fuera el canto del muecín llamando a la oración desde el almiar, cuando empieza con Exodus partimos, no sin dejarle una propina por su virtuosismo; sin dejar de tocar mira el sombrero y agradece con una inclinación de cabeza.
Al regreso, trato de reordenar las evocaciones que acabo de tener en el paseo, fue una cadena cronológica breve, no pasa con otras distantes, allí se hace difícil enhebrarlas en el orden correcto y no siempre es posible, algunas atrasadas se adelantan, otras recientes, retroceden; lo comprobamos cuando nos juntamos con amigos y evocamos hechos vividos en compañía. Me acude un neologismo que usa un protagonista de James Joyce: disremember, recordar con un grado de incertidumbre, no tan contundente como olvidar.
Desrecordar, sería un término que valdría la pena empezar a utilizar para ver si puede ser incorporado en el jardín de la RAE. Porque al igual que “loca” su traducción llevaría varias palabras.
El año que viene, cuando me encuentre con mi amigo bibliotecario en la Feria del libro le hablaré de disremember.
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