Cuando sonó el despertador esa mañana gris del mes de agosto, Horacio soñaba que dormía plácidamente en una hamaca paraguaya bajo la sombra de un hermoso fresno.
Sentado en el borde de la cama, su mente se resistía a volver al espacio concreto, flotando entre los colores apagados de los objetos y las imágenes del jardín soñado, lleno de verdes y claroscuros donde unos segundos antes se mecía acariciado por una brisa fresca y perfumada.
Sobresaltado, recordó en ese instante que tenía una entrevista laboral: lo habían citado a las ocho y media en Bermúdez y Avenida Francisco Beiró.
Hacía cuatro meses que buscaba trabajo sin suerte y nada lo fastidiaba más que soportar largas colas de personas esperando en la calle. Sabía que debía llegar temprano, incluso antes, pero siempre encontraba una fila de postulantes. ¿De dónde salían, a qué hora se levantaban?
En estas jornadas sórdidas, solía observar el aspecto de sus competidores. Los viejos que se presentaban para trabajos menores le daban tristeza. Otros, más jóvenes y bien vestidos aparentaban ser exitosos, se hacían los importantes y evitaban conversar con los demás. Sobre las mujeres hermosas pensaba que si fuese el patrón les daría trabajo inmediatamente; sobre las feas, suponía que les iban a regatear el sueldo hasta el infinito.
La energía que circulaba en esas esperas lo aplastaba contra el asfalto como a una cucaracha marrón pisoteada sin querer en una tarde de verano.
Se sentía mal. No le gustaba que lo examinaran, que intentaran pagarle menos o que le preguntaran sobre sus habilidades como si fuera una mascota.
La ira lo invadía cuando decían la frase mágica: «¡Acá hay que ponerse la camiseta de la empresa!”. Pensaba: “Lo haría si la empresa se pusiese la mía”. El examen de inglés lo obnubilaba y odiaba la contabilidad; jamás había podido entender si el debe, era lo que le debían o lo que debía. En cambio, tenía pasión por todo lo que giraba alrededor del mundo digital.
Le resultaba insoportable reescribir su currículum la noche anterior para adaptarlo a las necesidades del potencial empleador. Mentir lo igualaba a un capitalista, desde la otra punta del alambre, pero en el mismo eje: el de las miserias que se asumen por dinero.
Que el mundo se mueva por imágenes, pareceres y marketing, en vez de estructurarse por esencias y vínculos profundos le daba vértigo, lo hacía sentirse frágil, insignificante, partícipe involuntario de un juego eterno de manipulaciones, de todos contra todos.
Rechazaba la codicia como emoción humana, porque imaginaba un mundo sin dinero.
Creía que personas extraordinarias pudieran conectarse con un pueblo y cambiar la historia.
Para Horacio, la existencia del pueblo era importante, una creencia que su familia le había inculcado. Como si fuese un ente consciente de sí mismo, sensible e inteligente, capaz de escribir su propia historia, a pesar de las presiones y diferencias.
En realidad, deseaba ser aceptado, recibido con alegría y entusiasmo por su nuevo empleador, como si fuese una estrella internacional de fútbol llegando a su nuevo club; imaginaba ser especial y no una parte indistinta de la masa en busca de trabajo.
La situación de negociar dinero lo movía a retirarse involuntariamente del terreno sin pelear.
La puja por los pequeños espacios de poder y la mesa de negociación lo desarticulaban, pues ponían en crisis sus ideas de un mundo sin fronteras ni egoísmos.