Llegó a este pueblo de nadie con su atadito al hombro. Estaba harto ya de los pueblos de alguien, los ajenos. Lo primero que hizo fue escribir su nombre en una roca: una manera como cualquier otra de sentar sus dominios y además de vengarse de la piedra. Bastante lo habían hecho sufrir, las piedras sobre todo cuando arrojadas por manos desconocidas le daban en plena cara. ¿Culpa de la piedra? No, claro, pero a la piedra la conoce y puede vengarse de ella con confianza, en cambio la mano que arroja es siempre una mano anónima y entonces ¿qué? Manos anónimas hay demasiadas en este mundo aunque pocas sean tan infames como para arrojarle piedras justamente a él, que suele ser tan indiferente. En este pueblo, por suerte, no manos, no pies, no nada humano sólo arena roja, piedra roja, pueblo confundido con la montaña y desde años abandonado. Hola, fue lo primero que le dijo al pueblo en general pero dirigiéndose sobre todo a cierta casa allí a la izquierda, que parecía la más acogedora. O al menos la más íntegra. Paredes de adobe rojo color de la tierra, y una absoluta y desenfadada ausencia de techo que le permitía ver las estrellas de la manera más desconocida para él, la menos metafórica. En esa casa largó sus bártulos e instaló sus cuarteles. Es decir que estiró bien la bolsa de dormir para que no hiciera arrugas y sacó de su atado el calentador y la pava. Mientras preparaba parsimoniosamente el mate se dijo: Aquí estoy yo. Y nunca estuvo él tanto en sitio alguno como en este pueblo de nadie todo para él solo. El mate tuvo otro sabor a pesar de estar hecho con la yerba de los pueblos donde lo habían apedreado, y le iba quedando poca. Poca yerba se llamó a sí mismo, un sonido mucho más agradable que el de su viejo nombre, ahora abandonado para siempre en una roca a la entrada del pueblo.
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