Vi la olvidable -pero de premonitorio argumento- película Contagio (Contagion, 2011), en algún vuelo entre 2012 y 2013. Una empresaria norteamericana que regresa de un viaje a Hong Kong con un leve resfrío, contagia a su pareja y a su hijo. Todos y quienes han estado en contacto con ellos mueren. En poco tiempo explota una mortífera plaga mundial. En busca de una vacuna, los investigadores descubren el origen de la pandemia en unos cerdos de un granjero chino, que comieron comida infectada con excrementos de murciélagos…
Hoy, pese a todo lo que se ha -y he- escrito en los últimos dos años, no he visto referencias a Contagio y su carácter anticipatorio, sí alusiones a novelas sobre la peste negra -para muestra: El Decamerón y Diario del año de la peste-. Tenía presente la película cuando comencé a pensar en esta nota, hasta que ayer, sábado 18 de febrero, di en El País de Madrid con un artículo de Eric González, una relectura de Trampa 22 (Catch 22, 1961), la novela de Joseph Heller; el periodista le da un carácter anticipatorio de la situación actual con la invasión a Ucrania. El análisis de Eric González, se superpuso a esta nota y cambió el final.
Todo comenzó cuando me enteré de que ya se está ensayando con una manada de perros robot para vigilar la frontera de Estados Unido; la jauría estará compuesta de una nidada de Ghost Vision 60 que, por el momento, “no llevan ningún tipo de armamento” y trabajan de manera autónoma, pero pueden ser controlados por su “entrenador” a distancia.
El Ghost Vision 60, pero “con armamento”, tuvo un antecesor distante en 1953 en Farenheit 451, de Ray Bradbury, con el sabueso mecánico de los bomberos, quienes no apagan sino que provocan incendios; este era octópodo y usado para rastrear y cazar disidentes que guardaban libros, ni bien los atrapaba, como una araña, los inmovilizaba con sus cuatro pares de patas y desde su hocico, no usado para morder, aparecía una aguja que inyectaba a la presa una dosis letal de algún alcaloide. El sabueso mecánico tenía enormes ventajas frente a un pitbull, o un fila brasileiro, “dormía pero no dormía, vivía pero no vivía en su perrera que zumbaba suavemente”.
En lo que hace a la literatura, uno de los pioneros en anticipaciones que hoy son realidades fue Julio Verne con el cruce por debajo del polo con el submarino Nautilus, siguiendo por la nave voladora más pesada que el aire del ingeniero Robur, o la elección de la península de Florida como lugar de emplazamiento del cañón que envió el hombre a la luna, y de allí a teleconferencias y noticieros de televisión en Un día de un periodista norteamericano en el año 2889, o un antecesor de internet en París en el siglo XX.
En la ficción, las ciudades son la geografía necesaria para a la imaginación futurista de distopías y ucronías. Quizás el primer referente notable en el cine sea Metropolis (1927) de Fritz Lang, donde la población esclavizada trabaja en una suerte de presidio subterráneo, pero es adoctrinada para que se rebele pacíficamente por la revolucionaria María, a quien los malos sustituyen por una mujer mecánica, ya anticipada por la Hadaly, primer androide -en realidad ginoide ya que es una mujer- en La Eva futura (1878) de Villiers De L’Isle-Adam.
Aunque de las películas distópicas una de mis favoritas sigue siendo Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973), que saqué hace poco del Videoclub. En una Nueva York, megalópolis de un mundo súper contaminado, la gente vive hacinada y solo puede beber agua embotellada y consumir, durante toda su vida, dos variedades de alimento producidas por una multinacional: Soylent amarillo y Soylent rojo; solamente las elites dirigentes conocen -y consumen- el sabor de los alimentos naturales. Aparece una tercera variedad Soylent Verde (“hecho de algas marinas”, dizque Soylent). Trama mediante, el protagonista, que es policía, termina herido de muerte investigando una serie de asesinatos, sus palabras postreras son un final escalofriante: “Soylent Green is people” (Soylent verde es gente).
Metropolis, Soylent Green (ambientada en 2022) y Contagio, entre otras, representan un mundo que vive una nueva era geológica: el antropoceno, término definido a principios del siglo XXI por el Premio Nobel Paul Krutzen para referir a un nuevo período que reemplaza al holoceno, cuya duración fue, aproximadamente, doce mil años y vio, entre otras cosas, la evolución del Homo sapiens y la extinción de los mamuts y el uro. El antropoceno del cual las fechas de origen difieren, surge con la “revolución industrial” y responsabiliza al Homo sapiens de: cambio climático, contaminación ambiental, desaparición de fauna y flora, mares con islas flotantes de desechos plásticos del tamaño de países europeos, calentamiento global, desastres climáticos, Chernobil, Fukushima, Bhopal, la inmigración masiva a Europa vía Mediterráneo, o a Estados Unidos, via balseros o a través del Rio Bravo.
La nota de Eric González, que le cambió el eje a la que estoy escribiendo, refiere a Trampa 22, donde uno de los protagonistas es un oficial de intendencia convencido de las bondades de la libre empresa, que empieza por vender la seda de los paracaídas y alimentos a los alemanes y acaba subcontratando operaciones con el enemigo, previo pago por adelantado, para bombardear a su propio ejército. A su vez, Trampa 22 tuvo su antecedente en El tercer hombre (1949) de Carol Reed.
De allí que Eric González refiera a esta época del antropoceno como “Trampa 23”, donde la Unión Europea y los Estados Unidos no pueden asistir impávidos ante la agresión de Putin a Ucrania, que por otro lado debilita a Rusia, además del factor solidario, porque incrementa la industria militar, la carrera armamentista y suma nuevos miembros a la OTAN. Europa apoya a Ucrania con armas, ayuda médica y alimentos, pero le sigue comprando a Rusia casi la mitad del gas que consume.
Es por eso que muchos analistas anglosajones ya usan la expresión “catch 23″, o “trampa 23”, para referir al acto de resolver un problema creando otro mucho más grave.
Secuelas de la realidad, del antropoceno, imprevisibles y borrosas. Tan borrosas como el principio de Neuromancer (Neuromante, 1984), novela que anticipó la realidad virtual: “The sky above the port, was the color of televisión tuned to a death chanel”.
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