Una palabra polisémica, que bien puede haber sido la primera que pronunció el arcángel Gabriel a Mahoma cuando le dictó El Corán, es “siente” -en realidad fue “lee o recita”, pero en ambos casos estos actos están ligados a los sentidos-. En una de sus primeras acepciones, sentir, es percibir por medio de algunos de los cinco sentidos, de la palabra deriva sentimiento, que alude a estados de ánimo.
Las circunstancias de nuestras relaciones y accionar con el medio que nos rodea, y la posibilidad de aprender e interactuar con los semejantes, están ligadas a los sentidos: vista, oído, olfato, gusto y tacto; cuatro están ubicados en la cabeza y el último en la yema de los dedos como punto principal. La carencia de alguno de ellos forma parte de minusvalías con su propio nombre: ceguera, sordera -muchas veces sordomudez-, anosmia y ageusia; la carencia del tacto no tiene nombre, pero, como metáfora, esta ausencia está relacionada al trato social y la vida pública, por lo tanto carecer de él es síntoma de vulgaridad, mala educación o autoritarismo. Estas personas a veces cometen actos de insensatez, carentes de sentido o razón.
Remembranzas del pasado aparecen vinculadas a experiencias sensoriales que persisten durante la existencia. Así, en retrospectiva personal, recuerdo el olor de la infancia y adolescencia en Mendoza; marca de primaveras y veranos, después de los fuertes y tórridos Zondas que llegaban del norte. Con el atardecer venía la respuesta del sur: frescos vientos -con frecuencia huracanados, como los Zondas- a veces acompañados de lluvias, preanunciadas por el fuerte aroma de la jarilla húmeda. También permanecen en mi memoria el olor de las panaderías; y el del escobajo y orujo que, a finales del verano, terminada la molienda diaria de la uva y la primera fermentación del vino nuevo que algunas bodegas arrojaban a las calles de tierra para asentarla y consolidarlas; el del hinojo silvestre para alimentar los conejos, que a la hora de las siesta en verano íbamos a cosechar en la orilla de los zanjones. Por sobre esos aromas uno sigue activo hasta el presente: el olor del papel de los volúmenes viejos en negocios de libros usados y anticuarios, aroma que de niño descubrí en las primeras salidas a canjear revistas en aquellos entrañables negocios de compra y venta a un valor constante: dos usadas por una usada, tres usadas por una nueva; y, mientras escribo estas líneas, el del tabaco Balkan Sobranie de mis décadas de fumador de pipa. Algunos sabores persisten y es posible conseguirlos en Buenos Aires: las empanadas sanjuaninas y las chilenas más abundosas en cebolla -que mis comprovincianos me disculpen- y las pizzas de El Cuartito, o elaborarlos cuando quiero volver a ellos como el del Dry Martini y la feijoada.
Como a The Beatles en Penny Lane, algunos sonidos están en mis oídos y ojos (Penny Lane is in my ears and in my eyes), y regresan con las evocaciones: la siringa del heladero en el verano y, en el invierno, pero en otro triciclo, éste con la forma de una pequeña locomotora, con maní caliente y castañas asadas, también servidos en cucuruchos como los helados, pero ahora de papel. Otros que figuran entre mis preferidos: el gárrulo alboroto de los niños en los recreos que entran por la ventana de mi estudio; sonido que me remite a otro semejante, las dos oportunidades que me alojé en un departamento en Coyoacán, enfrentado a un colegio, sonido este profundamente ligado a los aromas del mercado, a la vuelta de mi departamento y, de los churros recién hechos que vendían en un puesto, próximo al colegio. Otro sonido que me acude algunas noches de insomnio, quizás contraveneno a los escapes abiertos de autos y motocicletas, es el crujido imperceptible que escuchaba en algunas salidas como andinista. Lo que el sol caldea, el frío de las estrellas contrae, y las rocas se estremecen levemente con los chasquidos, y la inercia de esas moles en su temblor imperceptible todavía me sacude el alma; lo que algunos arrieros supersticiosos llaman “el bramido de la sierra”, arrebujado en la bolsa de dormir, escuchaba quejarse a las piedras, en mi recuerdo e imaginación multiplicados por la noche como un eco y pensando que la cordillera, de Alaska a Tierra del Fuego, se cuarteaba.
Pero a su vez los sentidos rigen las relaciones humanas; con ellos, aprendices de hombres y mujeres venimos al mundo, los más desarrollados en el bebé al momento del nacer son: olfato, tacto y gusto; el oído tarda un poco más, alrededor de cuatro meses para afianzarse y reconocer voces familiares; la vista, alrededor de seis. A medida que crecemos incorporamos, en mayor o menor medida, otros sentidos ya que otra acepción de la palabra puede ser juicio o razón; o consciencia, de allí que desmayarse pueda ser también “perder los sentidos”. En estado consciente, los hay quienes lo tienen: de la ubicación -este le ha sido extirpado a nuestra clase política y dirigente-, del equilibrio -ídem-, estos dos ligados a la falta de capacidad de entender para tomar alguna determinación; del humor; en lo que hace a música y danza está el sentido del ritmo -que me ha sido extirpado-; también está el sentido común o capacidad de entender y analizar una situación de manera razonable y libre de prejuicios e ideologías; algunos están dotados del sentido de la orientación y, en lo que hace a relaciones sociales, a los que no tienen sentido de la ubicación se les llama desubicados.
Dos síntomas de la actual pandemia de COVID 19 son la pérdida del gusto y del olfato, las tres vías de contagio también están ligadas a los sentidos: nariz, boca y ojos, los dos últimos casos por contacto con las manos sin desinfectar, o sea el sentido del tacto contaminado. También, en los primeros pasos para sobrellevar y dominar el COVID 19, científicos y gobernantes anduvieron un poco a ciegas hasta que se probaron y desarrollaron determinadas medidas preventivas y las primeras -efectivas pero aún rudimentarias- vacunas. La medida profiláctica más importante es evitar aglomeraciones y encuentros sociales masivos y respetar distancia social; aquí el mayor problema también hace a la convivencia de las élites gobernantes, políticas o religiosas que, en ocasiones, han perdido el sentido de la ubicación y el buen sentido a la hora de dialogar o tomar decisiones en conjunto, más allá de divergencias que se deberán dirimir en las urnas –no funerarias sino electorales.
Quizás estas diferencias se podrían solucionar, en aras de la supervivencia del homo sapiens -que pareciera no evolucionar del mono sino evolucionar hacia el mono- si apeláramos a otro sentido. Este es el sexto sentido, la capacidad de percibir de manera intuitiva lo que, en circunstancias ordinarias, pasa desapercibido.
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución – No Comercial – Sin Obra Derivada 4.0 Internacional.
|