Una locución japonesa que leí, en alguna parte, revela un estado de ánimo muy particular es: “ando buscando un viento”; como si quien la enuncia fuera un velero que deja el puerto sin rumbo fijo y a la espera de brisas propicias. La idea tiene similitudes con el acto de escribir y, a la vez, es una metáfora de los orígenes de la literatura.
Escribir es un trabajo arduo y solitario; pero si uno persevera y tiene suerte puede encontrar el viento que lo lleve a buen puerto, o no -lleva tanto tiempo escribir una novela o cuento u obra de teatro tanto buena como una mala-. La clave del oficio es no perder el entusiasmo y, pese a vientos adversos, continuar con la singladura planeada; entusiasmo es el motor y la palabra ligada al acto creativo que, desde su etimología, lo dice todo. Entusiasmo deriva del griego antiguo enthousiazo, literalmente “poseído por un dios o inspirado”. La inspiración es el resultado de un trabajo constante y obsesivo que nos acicatea para concretar un objetivo.
En algún momento, en la noche de los tiempos, una descarga eléctrica en el mar de aminoácidos dio origen a la microscópica partícula de vida, capaz de reproducirse y asociarse con otras, y, millones de años después -quizás le mot propre, el término preciso, sea eones, período de tiempo equivalente a mil millones de años-, seres marinos dejaron los océanos prehistóricos y se aventuraron en tierra firme. De la misma manera, el homo sapiens condensa en su gestación, este proceso evolutivo; pasamos los primeros nueve meses de la existencia en una atmósfera líquida, desde el origen unicelular hasta el primer llanto. Como la vida, el origen de la literatura también está en el mar, La Iliada, Odisea, Los viajes de Jasón, las sagas nórdicas tienen su origen en talasocracias.
Aquel atávico impulso llevó a los hombres a buscar en el mar el puente hacia nuevas tierras o conquistas -puente deriva del griego pontós, que significa mar- fue acompañado con la labor de los que contaron estas exploraciones. Poetas y aedos buscaron vientos que los llevaran tras las venturas y desventuras de héroes o villanos, sus dichas y desventuras, amores y odios, lealtades y traiciones o búsquedas existenciales; la literatura se puede resumir en estos vientos que llevan hasta donde la imaginación lo permita. La pregunta es válida para navegantes y narradores, ¿cuál es el impulso que los mueve?
En lo personal creo que las razones que llevan a la gente a escribir son múltiples y las mejores respuestas que he encontrado las ha dado el cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro.
Nos dijo que escribe porque es lo único que sabe hacer más o menos bien. Para crear, sin más recursos que las palabras, algo bello y permanente que merezca ser contado. Habituado a escribir, más que una rutina es una manera de vivir. Para tratar de dar forma, fijar y comprender mejor, las intuiciones e ideas que pasan por su cabeza y que sus experiencias de vida no se pierdan. El hecho de realizar esa actividad en soledad, frente a la página en blanco le da la ilusión de ser totalmente libre y poderoso. Por una necesidad humana de ser reconocido y admirado. Para continuar vivo después de muerto, reencarnado en libros. Porque si no lo hace lo invade un inexplicable sentimiento de culpabilidad.
Pero a veces la culpabilidad no alcanza a la hora de empezar a escribir, Hemingway cuenta en París era una fiesta (feliz traducción de Gabriel Ferrater que, con el uso del pretérito imperfecto mejora, el título original A Moveable Feast): «A veces, cuando empezaba un cuento y no había modo que arrancara, de pie miraba los tejados de Paris y pensaba: “no te preocupes, hasta ahora has escrito y seguirás escribiendo. Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica, tan verídica como sepas”. De modo que, al cabo, escribía una frase verídica y a partir de allí seguía adelante». Hemingway se suicidó luego de una larga y profunda crisis depresiva, cuando concluyó que “ya no le salía” -la frase verídica-. Pero entre sus papeles figuraba, casi lista, Islas en el golfo, la más polifónica y osada de sus novelas, que, para variar, transcurre gran parte en el mar.
Desde el encierro en el Claustro, en la primeras estrofas de un soneto, Sor Juana nos dejó una alegoría del riesgo de asumir la singladura solitaria a la hora de pensar en escribir: “Si los riesgos del mar considerara / ninguno se embarcara, si antes viera / bien su peligro, nadie se atreviera, / ni al bravo toro osado provocara”.
Al igual que Sor Juana, Emily Dickinson, también llevó una vida sedentaria, pero, además, compartió con muy poca gente sus poemas -no llegó a publicar media docena en vida-, y el conocimiento de su obra es póstumo; pero, desde su casa en Amherst, vislumbró las singladuras de la creación literaria, por aquello de: “There is no Frigate like a Book / To take us Lands away” (No hay Fragata como un libro / para llevarnos a Tierras lejanas).
Si para Julio Ramón Ribeyro, una de las razones para escribir era la búsqueda de la fama, de nuevo, desde su provinciano refugio, Emily Dickinson puso coto a esos vuelos, por aquello de “Fame is a bee / It has a song / It has a sting / Ah, too, it has a wing” (La Fama es una abeja / Tiene canción / Tiene aguijón / Ah, también tiene alas”.
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