Maravillas del “quedate en casa”, hojeé el sitio web del video club y me decidí por una película que había alquilado hace años, la versión de Las cuatro plumas del cineasta británico Zoltan Korda, producción en colores de 1939 -año excepcional por la cosecha cinematográfica, para volverla a ver: La diligencia, El mago de Oz, Lo que el viento se llevó-; a mi entender la mejor adaptación en pantalla de la novela de A. E. W. Mason -hasta donde recuerde la sucedieron alrededor de media docena-. Luego de verla, caí en la cuenta de algo que ya es un lugar común de mi tedio estético: ¿para qué intentar el remake -ya que no bodrio refrito- de una película que es un clásico? La lista de productores y cineastas de sentido autocrítico lobotomizado que han encarado la empresa de remake es enorme, entre las más conspicuas: Las cuatro plumas, TheThomas Crown Affair (Sociedad para el crimen o El caso Thomas Crown), La vuelta al mundo en 80 días y Blade Runner.
La historia de la novela Las cuatro plumas -y la versión de Korda- es de trama sencilla: el joven Enrique, hijo del general Feversham, es el último vástago de una casta de guerreros, por mandato de familia sigue la carrera militar, pero está inclinado por las letras y la historia, poco después de graduado como oficial, presenta su renuncia. Fue mal momento, pues, en simultáneo con su solicitud de pase a retiro, su unidad es destinada a Sudán para reprimir el levantamiento de un fanático religioso señor de la guerra; el hecho, no menor, de que, además, ese fanático religioso, sea un líder independentista, solo tiñe de colonialismo imperial un mensaje cuyo valor no deja de ser digno de tener en cuenta. Algo semejante al poema Sí (If) de Rudyard Kipling, otro aedo del imperialismo británico.
En una fiesta en la casa de la prometida de Enrique, Ethne Eustace, tres jóvenes oficiales, sus compañeros de promoción, le hacen llegar, junto con sus tarjetas, tres plumas blancas, símbolo de cobardía. Ethne, le pone más inri a su novio al agregar la cuarta, “la más pequeña”, que ha sacado de su abanico. El joven Ferversham desaparece de Inglaterra, ha viajado de incógnito al Sudán, detrás de su unidad y, desde las sombras, participa de los hechos siguiendo a sus compañeros; a los tres, los rescata, o del cautiverio o heridos, y a cada uno le pide que, al regresar a Inglaterra, le entregue su pluma a la que fue su novia. La cuarta, la del abanico, se la entrega él seis años después, cuando finaliza la campaña de Sudán. Final feliz, Ethne y Enrique se casan, el padre general está feliz, su hijo no será militar pero no es un civil cagón, sino un historiador de armas tomar.
El rojo emblema del valor, de Sthephen Crane, cuenta una historia semejante, en la Guerra Civil de los Estados Unidos, el tocayo de Enrique Feversham, el joven Henry -no recuerdo si su apellido aparece en algún momento- se alista como voluntario, en su primer combate tiene miedo, huye y regresa cuando ha terminado, nadie notó su ausencia. Sin embargo, Henry es acosado por las cuatro plumas de su conciencia y, en la batalla siguiente, captura una bandera del enemigo.
En las dos novelas aparece como trasfondo la sutil diferencia que media entre las palabras valor y coraje; a grandes rasgos: el primero alude a la persona que tiene un capital moral o ético que defender a cambio de su braveza, y por lo tanto, se enfrenta a sus cuatro plumas; ya coraje alude a quien ignora el pavor. El detalle no es pequeño, diferente es vencer el propio miedo antes de enfrentar el peligro a encararlo de manera inconsciente. Y esa barrera la franqueamos, no sólo en situaciones límite sino en la vida cotidiana, en actividades en apariencia más gallináceas. De este tema trató Horacio Quiroga en una serie de 19 biografías -artículos de una carilla de extensión- publicadas en Caras y Caretas entre marzo y noviembre de 1927. El título de las entregas era sugestivo: Los heroísmos, vidas ejemplares. La selección de personajes es más sugestiva todavía, revela el sentido que Horacio Quiroga daba al valor, o al heroísmo; entre otros protagonistas de los relatos quiroguianos figuran: Edgar Allan Poe, Louis Pasteur, Thomas de Quincey, Richard Wagner y Robert Fulton; ningún guerrero.
Todas las pequeñas biografías -mejor momentos decisivos- de los héroes elegidos por Quiroga, se encuentran en la situación a la cual se deberá enfrentar el hijo de Rudyard Kipling, y por eso le advierte en su poema Sí (If): “Si puedes hacer un bulto con todos tus triunfos / Y arriesgarlo todo en un cara o cruz / Y perder, y comenzar de nuevo desde el principio / Y nunca susurrar una palabra sobre tu pérdida” (If you can make one heap of all your winnings / And risk it on one turn of pitch-and-toss, / And lose, and start again at your beginnings / And never breathe a word about your loss).
Porque al final, se gane o se pierda, uno se encuentra frente al éxito o la derrota y deberá empezar de nuevo. Kipling anticipa a su hijo sobre este momento a sobrevenir: “Si puedes enfrentar al Triunfo y al Fracaso / Y tratar a esos impostores de la misma manera” (If you can meet with Triumph and Disaster / And treat those two impostors just the same). Nuestro Almafuerte dará esta arenga en otras palabras: “Si te postran diez veces te levantas / Otras diez, otras cien, otras quinientas.”
Nuestro desafío cotidiano, el valor para enfrentar la página, o el lienzo, o el pentagrama en blanco. Porque al llegar a la cima, como Sísifo, veremos nuestra roca rodar hasta la sima.