(Digresión a partir de la lectura de Fuera de foco, la nueva novela de Roberto Ferro)
—Tuvo que regresar, no tenía otra alternativa —me dirá Miguel Vieytes, declarado único y más lector de Cáceres; quizás también, con seguridad, él que más lo conoce. Nos hemos citado en el café Colón, el de Libertad y Lavalle, porque le he pedido que me cuente sobre esas notas, algo así como un cuaderno de bitácora que Jorge Cáceres le entregará esta misma tarde. ¿Cuántos años han transcurrido desde que ambos hicieron público El otro Joyce?, pienso mientras me acercó al café, un poco más temprano del horario pactado.
Entonces es que los descubro. A través de la ventana, amparada por el reflejo del atardecer, creo reconocer a Cáceres. Es tal como lo imaginaba, aunque el perfil no me permite constatar su particular estrabismo. Sobre la mesa, entre las tazas, alcanzo a distinguir dos sobres de papel madera y una libreta negra ajustada por una liga elástica roja.
De pronto Miguel gira la cabeza y temo que me reconoce. Avergonzada, me echo de inmediato hacia atrás; comprendo que debo dejarlos finalizar su charla. Con prisa, cruzó entonces por Libertad hacia la plaza Lavalle y me siento en un banco para aguardar. Ha dejado de llover, pero sigue haciendo frío. Mientras espero, saco mi cuaderno y tomo algunas notas, evocaciones que me trae esta esquina de Buenos Aires, de un cuento no publicado, de otra tarde, de una buena charla.
Pasados unos minutos, lo veo aparecer a Cáceres. No sale enseguida, sino que permanece en la puerta del café mientras se levanta con ambas manos las solapas de su gabán, en un gesto furtivo, como si temiera ser descubierto por alguien, que me recuerda de pronto a Holly Martins, ese escritor de novelas baratas protagonista de Eltercer Hombre.
No es casual tu asociación, me confiará luego Miguel. Ese libro creo que es también parte de la trama, como lo es una tal María Laura Ochiro. Pero eso me lo contará después, cuando por fin nos encontremos.
Por el momento, sigo observándolo a Cáceres desde este banco de plaza, como antes lo hice a través de la ventana, convirtiéndome así en testigo privilegiada de sus movimientos. ¿Hacia dónde se dirigirá?, pienso impregnada por ese halo de misterio que las historias de Miguel fueron creando sobre él. Un errante, un solitario, un personaje de novela.
Cuando percibo que está por marcharse, también me pongo de pie. Entonces Cáceres gira la cabeza y me mira. Sin embargo, no logro saber si me está viendo realmente, en la distancia no logro precisar si sus ojos hacen foco en mi persona o buscan alguna otra cosa. Son apenas unos segundos, pero me dejan inmovilizada, por un sentimiento difuso, imposible de definir, pero insistente, al fin y al cabo.
Por fin lo veo alejarse. Su figura pronto se pierde por Diagonal como una ilusión, un pase de luces y sombras que me confunde. Mientras cruzo la calle para entrar al bar donde ya me esperan, me pregunto si algún día lo volveré a ver.
—Entonces, eras vos, ¿no es cierto? —me dice Miguel mientras se levanta para saludarme. Le confieso que sí, y enseguida me aclara, con un guiño de complicidad que me tranquiliza, que no pasa nada. Y lo repite otra vez, también, cuando nos sentamos.
Antes de ponernos a conversar, elegimos qué tomar. Ambos coincidimos que la hora amerita algo más que un café. Miguel se pide una cerveza y yo lo acompaño con un vino blanco. El mozo nos trae además unos platitos con maní y papas fritas que iremos acabando a medida que avanza la charla.
—Tuvo que regresar, no tenía otra alternativa —comienza diciendo mientras me alcanza, a través de la mesa, la libreta negra—. Alguna vez, Cáceres me dijo que escribir sobre el secreto es no poder dejar de escribir, y yo que soy, sobre todo, y más que nada, sus oídos, ahora que he escuchado, no puedo dejar de hacerlo. Estas notas me fuerzan a ello.
—Acá está todo —agrega apoyando su mano sobre la tapa de la libreta—. Acá está todo contado: el extravío de una pintura de Caravaggio, que nunca regresó a los museos del Vaticano, luego de haber sido prestada al Arzobispado de Santa Fe; el crimen de un médico en Bahía Blanca y su relación con la mafia de medicamentos; y la muerte de una inocente que se convierte en el cruce forzado para ambas tramas… en fin, un thriller inquietante, intenso. Y en medio de todo este embrollo, Cáceres, que no sé cómo hace, pero vuelve a aparecer en escena, como en el caso Almeida, en El otro Joyce, ¿te acordás?, y se convierte en protagonista.
—Como aquella otra vez, me toca a mí ponerles orden a estas notas. Están muy bien escritas, Cáceres no es ningún improvisado. Por supuesto, están sus obsesiones, sus lecturas; me ha dicho que no ha dejado nada por contar. Pero esta vuelta no quiero la responsabilidad de darlas a la luz. Esta vez será distinto, él me lo acaba de decir: “hace lo que quieras con esto”. Porque a él ya no le importan, ¿sabés?, esta noche regresa a Florencia donde tiene todavía asuntos pendientes.
—Por eso he decidido que quiero pasarte la posta. ¿Te animás? — concluye. La sorpresa me deja sin palabras, pero finalmente termino contestándole que sí. Tengo que confesarle que desde que me llamó, he estado solo pensando en estas notas. Sé, además, que cuento con él para que me ayude.
Las luces del café se han encendido por completo. Es hora de despedirnos. Miguel está por levantarse cuando recuerda los sobres de papel madera. Casi me los olvido, exclama. Casi los habíamos olvidado los dos, ocupados con el resto de la historia. Cada uno de estos sobres guarda un libro: la obra poética de Martínez Estrada en un caso; la primera edición en inglés de Third Man de Grahan Greene, en el otro. Miguel solo sabe el nombre y la dirección de las destinatarias. Dos mujeres. Sin embargo, me señala al mismo tiempo que los va guardando en su maletín, en esas notas está el porqué de estos envíos. Ya lo vas a encontrar, agrega.
Al momento de irnos, le aviso que me voy a quedar un rato más. Le doy una excusa cualquiera para no tener que admitir que lo hago porque quiero comenzar ahora mismo con la lectura de la libreta. Cuando se marcha, intento seguir su figura en la calle, pero las luces apenas iluminan la noche y lo pierdo. En cambio, es mi rostro el que ocupa su lugar en el reflejo de la ventana, por unos instantes, apenas, porque casi enseguida, comienza otra vez a llover.