La piel extraviada por la cal se le ha puesto tan gris que ni el padre puede reconocerla.
Unos metros más atrás, la madre no se mueve. Sus ojos se han detenido en el recuerdo de unos hoyuelos rosados. Nada tiene que ver su pequeña con aquello que intentan mostrarle.
Cuando todo termine, ambos, madre y padre, regresarán juntos, incapaces de hablar o de mirarse. Quizás pasará mucho tiempo hasta que se permitan las caricias. La piel ajada y cenicienta se interpondrá entre ellos reclamándoles.
No estuvimos, pensarán y no dejarán de pensar con cada amanecer que los reciba desvelados. Cada gesto involuntario que la olvide por unos instantes, tan solo unos segundos, será suficiente para reprocharse; y cada día y cada noche completas, les recordará sin pausa su ausencia.
Se acerca primero, desanudándose de sus dedos, dejándola unos metros más atrás. Decidido pero como en un sueño; avanzando pero como en círculos, entre manos y ojos que intentan sostenerlo. De frente. Como un hombre debe hacerlo, sin detenerse en el dolor del corazón que le asfixia el pecho. Como a ella, su mujer, la de toda la vida, con la que hizo planes, con la que pensó el futuro, con la que tuvo esa hija.
Avanza. Le quedan todavía dos o tres pasos para llegar sin saber aún de qué se trata, asustado por el brutal silencio en el que solo puede oír su propia respiración, porque todos los demás, expectantes, han detenido hasta el aliento.
Solo su propia respiración que se agita y de pronto ese recuerdo que llega, que aparece sin pensarlo: el lago y una piedra que apenas logra alzar vuelo; y la risa sobre sus hombros, y los dedos pequeños aferrados a su cabeza, las rodillas en equilibrio; el espejo de agua que se quiebra; la bandada de patos asustados y esta desnudez impregnada de cal que no logra, aunque se lo pidan, poder reconocer.
Le suelta la mano, lo deja ir. No puede más. Confía en su fuerza, la de él.
Hasta esta mañana había sido a la inversa y fueron sus brazos los que sostuvieron las lágrimas y la impotencia. Como hacemos las madres, había pensado, mientras sus manos acariciaban la cabeza de niño grande.
Pero ya no hay más. Ya no hay más fuerzas. Solo puro vacío al perderla.
Los brazos le pesan, todo el cuerpo le pesa. Como si la hubieran rellenado de plomo, inmóvil, de pie, una piedra.
Cuando él regresa, casi no lo reconoce.
Con cal, escucha que repiten sin entender a qué se refieren, porque él no le explica. No le habla, no dice nada, no la abraza.
Como dos extraños, dos moles de granito huecas, se miran desolados en ese instante en que lo único que quisieran es haber también muerto con ella.
Ya nada más importa.
Solo quiero llorar. Pero mis ojos están secos y las lágrimas se me hacen un ovillo y terminan por desaparecer en algún sitio.
Confié en él del mismo modo en que confiaba en ellos.
¿Cómo, a mi edad, voy a pensar en la muerte?
Me dejé guiar por su mano, tan dulce como sus besos.
Y ahora, ya nada importa.
Tenía tanto para hacer y apenas había empezado.
El mundo me resultaba maravilloso; un amanecer, el brote del rosal, rocío de la noche, esplendor del cielo; un sol de otoño, la lluvia sobre el mar; la brisa del viento entre mi pelo; el andar del tero y sus hombros sosteniéndome tan alto para poder ver un poco más allá de esa bandada de patos que ahora irrumpen la quietud del lago; sus hombros sujetando mi risa para siempre.
Soy una más, dicen confundiéndome con el resto.
Y ya nada importa de eso.
Soy lo irreparable, lo que no puede explicarse, lo que no tiene consuelo.