Beatriz trabaja en la edición anotada de Peregrinaciones (1901), de Rubén Darío, y me hace notar un artículo sobre un tema que me atrae, literatura y cocina, y me sugiere escribir algo. Pluma y tintero van de la mano con cucharón y olla, en este caso donde también se cocinan recuerdos a fuego lento.
Recorro estantes. Empezó, allá lejos en el tiempo, con Fisiología del gusto de Brillat Savarin; a su lado, Historia natural y moral de los alimentos, nueve volúmenes de la polígrafa y polímata Maguelonne Toussaint-Samat; pegado, Gastronomía e imperio de Rachel Laudan; un catálogo sobre el uso de especias -agotado y doblemente valioso- de la tienda El gato negro; O livro da Dona Benta; el Doña Petrona; El Práctico de Rabasó -herencia de mi padre, posesión que costó una encarnizada lucha con mi hermano- y uno cuya existencia no recordaba, tampoco cuando llegó a mis manos: The Joy of Eating, de Katie Stewart. Al hojearlo descubro que en sus hornallas, se cocinó el libro de Rachel Laudan; además con un nutritivo apéndice, recetas de griegos y romanos al presente, sin dejar de lado cocina africana y asiática.
Pluma y el tintero van de la mano del cucharón y la olla, rememoro escritos de Sor Juana; Lafcadio Hearn, primer recopilador de un recetario de cocina Creole en Nueva Orleans; una magdalena y una taza de té de tilo; algunas escenas de Hemingway, las instrucciones de El siglo de las luces sobre cómo preparar un bucán con salvajina y “Oda al caldillo de congrio”.
Algunas veces los recuerdos son imaginados, pero no el que, como algunas de mis iniciaciones, la gastronómica es herencia de abuela Emperatriz. Ella tenía un compadraje indefinido con doña Zunilda y don Rosa, encargados de un puesto en un fundo chileno, cerca del caserón de los propietarios, que estaba frente a la plaza principal. El fundo quedaba a poco más de una hora de la estación de Talca. Tomábamos un tren en Santiago, bajábamos en Talca, abordábamos un acicalado station wagon con carrocería de madera para llegar a destino. El automóvil me fascinó y su imagen corusca en mi memoria: latido del motor, cubiertas con bandas blancas, pulidas maderas de la carrocería, que hacían juego con el azul oscuro del capot; hipervínculos mediante veo que es un Chevrolet Fleetmaster.
Doña Zunilda y don Rosa vivían en una casa -en realidad, galpón-, al costado del camino; enorme estancia dividida en dos; por un lado los dormitorios, una entrada con dos habitaciones: de los padres y de Ofelia, la hija. El resto de la planta era living comedor y cuarto de huéspedes. En la parte superior de los dormitorios -suerte de altillo-, junto con aperos de las cabalgaduras y herramientas, el catre de Sergio, el hijo mayor. Piso de tierra, tan apisonada y barrida que parecía de cemento. Tres lamparillas eléctricas colgaban de cables que se perdían entre las vigas del techo a dos aguas. Allí nos alojábamos, abuela Emperatriz, tía Moty, tío Oscar, mi madre y yo. Cada uno en su catre con colchones de chala. También de chala eran los cigarros liados a mano que fumaban los cuatro, hábito al que mi madre y tíos se sumaban en la estadía. La cocina, un vestíbulo abierto con un par de fogones de adobe, siempre con brasas encendidas.
Sergio me adoptó como hermano menor e insistió en llevarme a dar vueltas en un petiso; por indicación -mejor, severa advertencia- de mi madre, no recusé los convites, que me dejaron impronta hasta hoy: el caballo es absolutamente imprevisible por los extremos e incómodo al medio. La indeseada iniciación como jinete no opacó otras enseñanzas legadas por Sergio, afilar mi primer cortaplumas, regalo de tío Nene, habilidad que mantengo hasta el día de hoy; y fabricar hondas, destreza que me reputó maestro armero entre los amigos hasta fines de mi adolescencia.
Las hondas no eran casuales, los campesinos tenían prohibido poseer armas de fuego, veda que no alcanzaba a tío Oscar quien llevaba una carabina Francotte calibre 22 para frustradas experiencias cinegéticas; la única oportunidad que le acertó a algo fue a un jote que volaba bajo, recuerdo el impacto como el golpe de un mazo contra un tronco, un par de plumas que bajaron en lánguidos tirabuzones y el pájaro que continuó impávido vuelo. Las hondas en manos de don Rosa y Sergio eran más letales que la Francotte; las horquetas eran dos trozos de madera encastrados en forma de V y los elásticos, bandas de neumático que tío Oscar y yo éramos incapaces de estirar; la munición: bolitas de barro cocido. Los sábados por la madrugada, don Rosa y Sergio partían para regresar al ocaso con liebres colgando en bandolera; cuereadas; y a la sombra esperaban hasta el lunes para el guiso, plato de almuerzo y cena; se cocinaba una vez por día.
Los domingos eran de empanadas hechas en horno de barro, las “calduitas”, más abundosas en cebolla que en carne -según tío Oscar, de caballo-. Los martes eran porotos granados con mazamorra, cosecha de la huerta a cargo las mujeres. El vergel incluía frutales, maizal, gallinero y un viñedo, cuya uva iba a la bodega del dueño del fundo, que luego les vendía el vino, un estanque con patos y el chiquero donde la piara era liderada por Pañuela, uno de mis primeros blancos con la honda, el disparo rebotó en la mole porcina, y la chancha me persiguió hasta que me refugié en el gallinero.
Las siestas eran a la sombra de los eucaliptos, junto al alambrado que bordeaba el camino. Sobre el perfumado colchón de hojas tendíamos mantas y leíamos hasta el atardecer. En esas dos semanas mi biblioteca era una valijita con historietas y bolsilibros Bruguera que me había preparado tío Mario. Por las mañanas sacudíamos los zapatos que podían albergar alacranes. Un día un escorpión alfa apareció en horas del almuerzo, don Rosa lo tomó con dos palitos, Sergio sacó brasas del fogón e hizo un círculo en el piso. Lo colocaron en el medio y, luego de frustrados intentos de evasión, se clavó el aguijón en la cabeza, en estas líneas me evoca Cambronne, el mariscal de Napoleón.
A veces, después de mediodía, nos adentrábamos en el campo, cercado por un alambrado, al otro lado del camino, con Ofelia, mi madre y mis tíos íbamos hasta un estero a recoger cangrejos y mejillones de río. De regreso, en un bajo umbroso, Ofelia nos llevaba a recolectar coiles, frutos del tamaño de una banana pequeña que colgaban de enredaderas y en cuyo interior tenían semillas semejantes a las del níspero, envueltas en una pulpa mucilaginosa, perfumada y sabor similar a la zarzamora. Un día doña Zunilda hizo una jalea que, al desayuno, sirvió para untar las “churrascas”, tortillas al rescoldo.
Mi hermano se llama Sergio, los dos sabemos preparar churrascas. Del alacrán suicida recuerdo al Cambronne de: “¡Merde, la Garde meurt, mais ne se rend pas!”. También porque abuela Emperatriz, Beatriz, mi suegra Ruth, y yo, somos escorpianos.
Dizque los escorpianos tienen intuiciones que suelen cumplirse; con abuela Emperatriz, Beatriz y mi suegra se dio.
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