Mi descubrimiento del ámbar fue libresco, hace añares cuando leí Parque Jurásico, me enteré que era resina de coníferas petrificada que podía albergar insectos; el hallazgo siguió con la primera de las múltiples lecturas de Metamorfosis, concretamente el Libro Segundo, donde cristalizó –en las tres acepciones de la RAE– su valor, ahora como piedra semipreciosa.
Mi primer contacto visual con la gema fue un par de años después de Metamorfosis, en el Met de Nueva York, una exposición monstruo, como acostumbra ese museo, en cuyo cartel de entrada figurada en enormes letras una cita de Sylva Sylvarum or a Natural History in ten Centuries de Francis Bacon –texto que no he leído pero guardé la cita–: “La araña, la mosca y la hormiga, sustancias blandas y disipables cayendo en ámbar y así enterradas, encontraron muerte y tumba; preservadas de la corrupción mejor que en un mausoleo real”. Cuando recorrí la exposición, me di cuenta que Parque Jurásico se había quedado corto, ni un miserable mosquito del enjambre que podría haber picado a velocirraptores y tiranosaurios o la profusa fauna de ese zoológico de dinosaurios. En las vitrinas del Metropolitan Museum, sapos, libélulas, mariposas, una enorme lagartija con una miríada de hormigas atacándola y enterradas, todos “preservados de la corrupción mejor que en un mausoleo real”.
De esa exposición salí experto en el tema. Sé que hay ámbar de origen báltico, ibérico, balcánico y centroamericano, tiempo después entrenado por la biblioteca, tuve la suerte de encontrar, en un cantero junto a los stands de libros usados de Tribunales, dos emigrados rusos que vendían militaria de su país y fragmentos de ámbar del Báltico y pude comprar –años de bonanza por el remate de “las joyas de la corona”– un trozo cristalino con un diminuto mosco.
Por su atractiva transparencia que resembla –el uso del arcaico verbo es intencional– la luz y calor del sol, solidificados, sumado a la maleabilidad, esta piedra llamó la atención del hombre desde la antigüedad, cuando se lo relacionó con el ámbar gris, vómito del cachalote que a veces contiene restos de animales a medio digerir, utilizado en perfumería y medicina. Los árabes dieron a esta sustancia el nombre de ánbar (cachalote o lo que flota) y de allí quedó el nombre muy parecido en algunos idiomas europeos modernos, excepto en alemán, aunque también con refulgencias musicales, George Bernstein; además, tanto en español como francés, la palabra designa, color, perfume y delicadeza.
Antes de la actual nomenclatura, los griegos lo llamaron électron y los romanos electrum; Tales de Mileto, documentó que al frotar con un paño seco un trozo de électron atraía pequeños trozos de pergamino o tela, propiedad que pervive, como insectos conservados en ámbar, en dos palabras contemporáneas: electricidad y electrón.
En el Canto Cuarto de El viaje de los Argonautas, el ámbar hace su debut literario, Jasón, Medea y sus camaradas de la nave Argo, al acercarse a la desembocadura del río Po, se encuentran con un remolino de fuego, vapor y hedor a carne quemada. Allí acababa de caer Faetón del Carro del Sol, fulminado por el rayo de Zeus; mientras, sus hermanas, las jóvenes Helíades, metamorfoseadas en álamos, lloraban su muerte.
Ya Ovidio documentó la historia, Faetón, hijo del dios Sol, Helios, se jactaba de ello frente a sus incrédulos amigos; cansado de que éstos lo gastaran por intentar engrupirlos le pidió a su padre que lo dejara conducir el carro del sol. Al principio, Helios, consciente de que el joven no podría conducir su carruaje celeste, se negó; terminó convencido y previo innumerables consejos del camino a seguir por la bóveda celeste entre los que enumera las constelaciones conocidas, le cedió el lugar. Previsible, los caballos sintiendo manos inexpertas y débiles se desbocaron. Ovidio nos cuenta de los desastres en Metamorfosis, los más notables, cercanos al Mediterráneo y conocidos por sus contemporáneos, calcinó el norte de África, que resultó en un desierto, pero, en las costas del mar Rojo, los etíopes supervivieron, aunque quedaron con la piel negra. Ante la catástrofe provocada por el nuevo auriga, Zeus fulminó al joven malcriado con su rayo y legó en herencia inspiración para venideros pintores y poetas. Quevedo lo registra, en el consejo que da a un amigo: “…Estudia en el osar deste mozuelo / descaminado escándalo del polo: / para probar que descendió de Apolo / probó, cayendo, descender del cielo…”.
Al final del Libro Segundo, Ovidio cuenta el origen divino del ámbar.
Desde esta sumatoria de lecturas atesoro la idea de que la historia y el arte son como el ámbar. A veces visibles, a veces sepultas, hasta que un afortunado las saque a la luz, como las ruinas de Pompeya y Troya, o la Vila romana del Casale di Piazza Armerina en Sicilia, o las cartas inéditas de Proust o Los Rivero, de Jorge Luis Borges. Bibliotecas y museos son, desde esta perspectiva, yacimientos de luz e historias que recontamos, volvemos a plasmar en cuadros y esculturas o escribimos, para volverlas a la vida; como el ADN de los dinosaurios que los científicos de Parque Jurásico rescataron de mosquitos encontrados.
Terminé de releer en Feria de vanidades una reflexión del narrador sobre recuerdos y fobias juveniles que acompañan a ciertas personas, y permanecen preservadas. De pronto, la imaginación, el olfato, déjà vu, los sabores, nos hacen retroceder décadas en la vida. Y, además, al frotar estos recuerdos como la lámpara de Aladino, el ámbar de las evocaciones atrae, ya que no pequeños trozos de tela, historias, lecturas y relatos; ellos, como la resina milenaria, necesitaron del tiempo y el entierro para cristalizar y aflorar del olvido, recuperados en un pensamiento sólido y transparente. Como si volviéramos a cruzar el Leteo y recuperáramos nuestra memoria.
Mi identificación con la estética borgeana me lleva a transcribir la cuarteta inicial de “Ariosto y los árabes” y concluir esta divagación digresiva: “Nadie puede escribir un libro. Para / Que un libro sea verdaderamente, / Se requieren la aurora y el poniente, / Siglos, armas y el mar que une y separa”.
Mar que oculta historias encapsuladas en ámbar, que para Ovidio son las lágrimas de las inconsolables hermanas de Faetón, las Helíades (hijas de Helios), que en su dolor se arrancaban los cabellos para terminar metamorfoseadas en árboles.
Y sus lágrimas “goteando de las ramas recién surgidas, se endurecen al sol, que el transparente río lleva hasta el mar y lo envía a las jóvenes latinas para que se adornen”.