En 1929, año del Crack, Gereon Rath, comisario de Colonia, es enviado a Berlín para investigar y atrapar a un productor de films pornográficos, que también se dedica a filmar a políticos en acción, en su burdel -algunos, en jueguitos que harían ruborizar a Berlanga-; es el comienzo de la saga en la pantalla de Babylon Berlin.
El momento histórico de la serie, coincide con el comienzo de recuperación alemana, devastada por los pesados tributos y pagos exigidos por el tratado de Versalles y, también de un poco frecuente esplendor en el arte, la literatura y el diseño, consecuencia de la reflexión de los artistas por los estragos de la guerra y de los contrastes que se evidenciaban en la ciudad. Gente durmiendo en bancos de plazas y portales; mutilados de guerra, sin una pierna o sin dos, sin un brazo o sin dos, tuertos y ciegos, caras destrozadas y maquilladas con máscaras de metal colorido; a cualquier hora del día chicas jóvenes de alquiler, baratas; también carísimas pero, esas sólo de noche; la cocaína se compraba en las farmacias por pocos Groschen y algunos cabarets ofrecían espectáculos sadomasoquistas. Infinidad de pobres y hambrientos, ollas populares y albergues para mendigos, también nuevos ricos. Todos ansiosos por olvidar la guerra y resentidos por la derrota, pero liberados de la férula de casi tres décadas del Káiser, ahora “el más brillante fracasado de nuestra historia”, como le llamaron los sobrevivientes que cambiaron la piel de la vieja moral, que les impuso a las mujeres kinder, küche, kirche (niños, cocina, iglesia); a ellos, ser soldados o funcionarios y, a los profesionales exitosos que no se salieran de los carriles de esa sociedad militarizada. Ahora, ni ellas quieren niños, cocina e iglesia ni ellos uniformes o trajes de chupatintas; rotos estos diques la libertad y la sensualidad desbordaron hacia nuevas experiencias: auditivas, artísticas y sensoriales.
Una Berlín moderna e impiadosa –porque toda creación, como Les Fleurs du mal–, se nutre de la crueldad y el refinamiento que yacen en las regiones oscuras del alma humana –allí desde donde surgió la tragedia griega–. Durante el día, manifestantes de distintas facciones de izquierda chocan en las calles y, juntos, contra la policía o escuadrones paramilitares. De noche, los buscadores de placer, ricos y pobres, inundan los cabarets, en procura de nuevas experiencias, a la vez estimulantes y perturbadoras; y en esa atmósfera proteica florecen el expresionismo, la Bauhaus, el cine, el teatro, la literatura, las imágenes.
Es la Berlín que fue pintada por Grosz y Otto Dix -veteranos de la Gran Guerra que anticiparon el Guernica de Picasso-, llevada al cine en Metrópolis, El gabinete del doctor Caligari, El Ángel Azul y M el vampiro -que todavía seguimos viendo-; novelada en Berlín Alexanderplatz-que todavía seguimos leyendo-; cantada en La ópera de los tres centavos-cuyos acordes resuenan en Pedro Navaja y a cuyo canto de sirena no escaparon Louis Armstrong ni Frank Sinatra-; recreada en Cabaret y El huevo de la serpiente.
Aquella Berlín fue la ciudad más mundana, tolerante, moderna y pecaminosa del siglo pasado, caldo de cultivo, laboratorio y usina de ideas y reflexiones estéticas que todavía relumbran. Toda esa atmósfera es recreada, en la serie, en luminosos acordes de música de jazz y carteles de neón aunque, junto con el tap dancing de los escenarios se entremezcla otro claqué, el creciente repique sobre las calles de botas claveteadas de las que brotan uniformes negros y pardos. Una ciudad en que, como en La ópera de tres centavos, convivieron anarquistas, aristócratas catapultados a la miseria, donde una burguesía hedonista y mujeres emancipadas con el pelo cortado a la garçon, compartían el espacio con comunistas, zaristas, conspiradores, policías, soplones, artistas, lesbianas, homosexuales y polisexuados, y los nuevos templos de esa nueva Babilonia eran los cabarets, el de la pantalla es el Moka Efti.
Pero, por otro lado, como en Les Fleurs du mal, el relato se contrasta entre la rumbosa vida de aristócratas, tycoons de la industria y nuevos ricos de un lado; y por otro, la corte de los milagros de familias paupérrimas donde tíos abusan de sus sobrinas, hermanos prostituyen a sus hermanas y roban los ahorros de sus madres. No es de extrañar que, pronto, el trabajo del comisario Gedeon se interne en ese laberinto donde se está incubando el huevo de la serpiente, su Tiresias en ese descenso a los infiernos es Charlotte Ritter. Charlotte, o Lotte, ambiciona convertirse en la primera mujer comisaria de homicidios de Berlín, aspiración que se enfrenta a su realidad de estudios precarios y la pobreza de su promiscua familia. Esta situación la lleva a conseguir dinero con los únicos medios a su alcance, durante el día es la aprendiza, todo terreno, de la comisaría y por las noches, compañera, todo terreno, de lujuriosos y lujuriosas del Moka Efti.
Otros protagonistas de esta realidad en la pantalla son los psicólogos, que estudian e indagan en los recovecos del alma humana, forenses y detectives, que estudian e indagan en los cuerpos de los muertos para reconstruir escenas del crimen, escrutan en los sustratos, fundamentos y trasfondos de esa sociedad en transición; en el otro platillo de la balanza, ricos y poderosos participan en misas negras y extraños ritos iniciáticos para estrechar sus vínculos de poder. Mientras, militares de alto rango, resentidos con la derrota, conspiran para armar un golpe contra ese experimento de vida en democracia que es la República de Weimar. Todo el relato de la serie está surcado por la metatextualidad de otros espacios narrativos con sus propios caracteres: un poderoso diario, usina de opinión pública y lobby político, y un enorme estudio cinematográfico, usina de ficciones para la imaginación de los espectadores y lobby, donde se filma un musical expresionista en el que se suceden una serie de asesinatos.
En marzo de 1933 se rompe el huevo de la serpiente, Hitler es elegido canciller, el resto es historia conocida. Habrá que esperar la próxima temporada de Babylon Berlin, para ver cómo sigue la serie.
Porque como en la película Cabaret Sally -que es Liza Minell- y Emcee -que es Joel Grey- cantan “Life is a cabaret, old chum / come to the cabaret”. Entra al cabaret, viejo amigo.
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