Ayer, sábado 17 de julio, trabado en la penúltima revisión de una novela, cotejé mi experiencia, coincidente con la de dos escritores conocidos; uno por redes sociales y otra personalmente. Estas relaciones han sido fortalecidas a lo largo de los 489 días de retiro, a veces cuarentena, a veces encierro profiláctico -al igual que un presidiario llevo hojas donde he ido anotando con siete líneas verticales los días y, al lado, los meses-, a la espera de una segunda dosis de vacuna que, como el Aquiles y la tortuga de Zenón, se alarga hasta el infinito.
Alejandro Toledo, desde México, comentó por Facebook que, siempre al arrancar con un texto, el ánimo le indica que no le va a salir, cuando termina piensa si no fue de chiripa, y quizás para el siguiente no tendrá esa suerte. Respondí mencionándole un pasaje de Hemingway al respecto, que a mí me pasa otro tanto y no somos los únicos ni tampoco originales. Silvia Plager, a propósito de una nota cultural compartida por WhastApp, me confiesa estar varada en las puntadas de una novela, cuyo dobladillo la hace tropezar cuando cree estar avanzando, contesté que paso por un proceso semejante, pero los tropezones son señales de que uno camina; si está parado no ocurre. A Alejandro -A A, aliteración inevitable- lo conozco por redes sociales, a Silvia superficialmente hasta hace 490 días atrás, y vía e-mails y WhatsApps, nos estamos volviendo íntimos. Y estas vivencias de avances y retrocesos con la hoja en blanco o por corregir, me recordaron, un cuadro y la letra de una vieja cueca chilena, los dos aluden a la profesión que llevó a mi abuelo materno a la tumba. También en la primera vez que pensé en estas emboscadas a la hora de escribir, pero relacionándolos con mis propias vivencias y no con las que había leído de los escritores que han reflexionado sobre el tema.
Esta “caída en cuenta” fue hace un cuarto de siglo en el museo de la Casa Museo Lope de Vega, en Madrid; en su escritorio, una pluma de ganso como las que se usaban para escribir, el tintero y la cebadera. Preparar y afinar la punta de la pluma era un proceso artesanal previo a la escritura -menester de escriba que demandó el nacimiento de los primeros cortaplumas-; el papel o pergamino no era ni barato ni abundante y la tinta demoraba en secar, proceso que se aceleraba espolvoreando sobre la página cebada molida que hacía de papel secante. El artificio de preparar la pluma de ganso, pato o cisne, identificaba hasta tal punto la profesión que Flaubert despreciaba a los escritores que usaban las eficientes plumas de metal de reciente invención; él preparaba las suyas a la manera antigua. Volviendo a Lope de Vega y sus contemporáneos, cuesta imaginar el trabajoso proceso, y el de los contemporáneos, a la hora de las idas y vueltas para corregir. En los últimos treinta años es posible perder el temor a las correcciones y reescritura, se puede retocar el texto impreso y el original permanece a salvo en el disco rígido; otros optan por hacerlo directamente en la pantalla. La ventaja del primero es que, en caso de que las correcciones no satisfagan, se conserva el escrito primigenio; ya hacerlo en pantalla elimina esta salvaguarda, es avanzar por un puente destruyendo los tramos recorridos.
Desandando el tiempo, recuerdo que ese viaje a España fue precedido por una estadía en París; en Musée d'Orsay vi Les raboteurs de parquet (Los acuchilladores de parquet) de Caillebotte, el cuadro me remitió al abuelo materno; fue ese proceso de idas y venidas, que ya tenía en algún pliegue de mi subconsciente el que afloró a la hora de enfrentarme con la pluma y la cebadera de Lope de Vega.
El óleo de Caillebotte muestra a tres hombres de torso desnudo acuclillados y cepillando un piso de parquet, parte del mismo está brillante y el resto opaco con los restos de cera antigua. Hoy, operarios con pulidoras eléctricas y mascarillas han hecho desaparecer este oficio, pero no cuando el abuelo Florindo vivía. Abuelo Florindo era acuchillador y, consecuencia de años respirando polvo de cera seca, madera cepillada y restos de virulana, murió tuberculoso dos años antes que yo naciera. Conservo el único retrato, plano medio, de tres cuartos de perfil, chaqueta negra, camisa blanca, corbata palomita y bigotes a lo káiser; nadie diría que era acuchillador, o p’atrás p’adelante como se les llamaba en Chile por aquellos años -alusión al movimiento de vaivén que hace con su cepillo el acuchillador arrodillado- por esa razón, a mi abuela le gustaba una canción que hablaba de este trabajo. En vano busqué la canción en Internet, encontré referencias a una cumbia y un reggaetón recientes, no tenía a quién preguntar por ayuda, pero recordé que el conjunto cantaba una cueca muy popular y contemporánea a la que buscaba: El guatón Loyola; como el borgeano Judá León que era rabino en Praga, di con el nombre que es la clave. Porque El guatón Loyola, me llevó al dúo que lo cantaba y que escuchábamos por radio, “Los Perlas”, y a la letra: Qué seri (sic), qué sería de los pisos / si no hubiera enceradores, p’atrás p’adelante / que para, que para sacarles brillo / no hay rotos más cumplidores, p’atrás p’adelante. Pensé si estas relaciones no serían forzadas, pero el oficio de pulir es común a escritores y acuchilladores, ir y volver.
Mucho antes de los pisos de parquet, en los primeros textos escritos en griego y latín, aparece una manera muy particular de redactar, el bustrófedon, escribir un texto de izquierda a derecha y, en el renglón siguiente, de derecha a izquierda, suerte de zigzag que remite a la etimología del término. Bustrófedon deriva de bous(buey) y strefo (girar alrededor de, dar la vuelta), alusión a la manera de arar la tierra, se corre a lo largo del campo, al final del recorrido, se da la vuelta para trazar el surco paralelo. Primero el arado, luego la escritura, mucho más reciente, el ya extinto oficio de los p’atrás p’adelante. Coincidencias que afloraron a raíz de una reflexión por redes sociales y a un par de chats por WhastsApp; circunstancias que, muy probablemente, no se habrían dado de no mediar la pandemia.
En mi búsqueda de la cueca, encontré y vi -a medida que escribía estas líneas- por YouTube la grabación del dúo “Los Perlas”; es de mediados del siglo pasado, recién ahora puedo conocerlos. Son las 17,31 del domingo 18 de julio de 2021; mañana serán 490 días, 70 semanas, de pandemia declarada.
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