Literatura, relatos, ensayos literarios, novelas, literatura latinoamericana
Sábado 22 de diciembre 2018. Desde hace un par de días fabulo con escribir un cuento de navidad; lo intenté en 2016.¿Es necesario reincidir?, nunca le di importancia a esta fiesta. Problemas de educación –supongo–, mis padres eran comunistas línea Moscú y, ya que estamos, para más inri, ateos. Por lo tanto Navidad y Reyes eran fiestas burguesas; ni hablar de Papá Noel: invento capitalista. Sin embargo, los regalos de los Reyes Magos llegaban a casa, era necesario dejar los zapatos en el patio. El tema de Melchor, Baltasar y Gaspar me quedó dando vueltas como una manera de comenzar la historia.
El primer detonante para empezar el relato fue un encuentro en el ascensor, que tuve ayer, con la amable vecina del 7 piso 24, tan locuaz como hospitalaria, pese a mis ganas de echarla del ascensor, continuó el monólogo con la puerta abierta –yo sólo pensaba hojear dos tomos maravillosos que había conseguido, cuyas lecturas se remontaban a los años en que dejaba los zapatos en el patio. Los libros formaban parte de la Biblioteca Peuser –colección de viajes y aventuras que venía en una pequeña biblioteca con la forma del Partenón; imagino que los escritores argentinos Haroldo Conti y Rodolfo Walsh deben haber incursionado por allí– los leí por la época en que, los seis de enero, dejaba los zapatos en el patio junto con un manojo de pasto y un balde con agua, para los camellos. La biblioteca en cuestión era de un vecino y me leí los casi veinte libros que la integraban. Recordaba especialmente el título de los tomos, así como los autores; eran recopilaciones de historias de vuelos pioneros de aeronáutica o de exploración, desde el cruce del Canal de la Mancha en 1909 por Louis Bleriot hasta los albores de la Segunda Guerra Mundial –conozco el tema y no he vuelto a ver algo así; quizás ya no interesa–. Llevaba años buscándolos sin resultado y olvidándome de mis fracasos hasta que Okham vino en mi ayuda. Cuando los recuerdos de aquellos libros me visitaron de nuevo lo llamé por teléfono a mi amigo O. L., librero y editor de culto. Hace un par de años me consiguió el difícil Jurisprudencia caballeresca argentina, prologado por Lugones y, hacia finales de 2015, Estrategia. La aproximación indirecta, de sir B. H. Liddell Hart, cuyo retrato al óleo, un pastiche, a caballo entre magritteano y daliniano, perpetrado por Henry Heckroth había visto en la National Portrait Gallery en febrero de ese año. En aquel momento –como cuando el fantasma del socio de Scrooge lo visita, el personaje de Dickens–, me acudió la obra olvidada de Liddell Hart.
Con mis nuevos libros en la mano, la querida vecina del 7 piso 24 alargó la charla con la puerta del ascensor abierta. Y tanto la alargó que, cuando llegué a casa, era tarde para hojearlos y me dediqué a pensar en el cuento de navidad.
La búsqueda de información fue un garbeo por la web; lo primero que saltó fue un saludo de Banksy, en una localidad al sur de Gales. Luego: una colección de películas sobre la medianoche del 24 de diciembre; un estudio sobre el origen y evolución de los cuentos de navidad; la famosa celebración de la paz navideña entre soldados ingleses y alemanes en la primera guerra mundial, diciembre de 1914; los festejos aislados –esta vez no hubo tregua– de alemanes y norteamericanos en la ofensiva de las Ardenas en 1944. Siguió un artículo de BBC Culture: "Where there more than three Kings?" (Reyes Magos), según textos en arameo, para Miguel el Siríaco habrían sido 12, una caravana de camellos; en un blog sobre la Guerra Civil Española, la insólita tregua en navidad de 1936, en el monte Kalamua, milicianos y requetés intercambiaron tragos de vino y periódicos –yo, en esa guerra, a un requeté no lo habría tocado ni con una caña; tampoco a muchos republicanos fanáticos–. Una perlita del diario ABC de Madrid "Los dientes, los más afectados durante las fiestas navideñas", se duplican los números de caries con respecto al resto del año, se rompen –ni las dentaduras postizas se salvan– con turrones, avellanas, garrapiñadas y en proezas festivas –mejor: etílicas–: abrir tapas corona de botellas o intentar sacar corchos usando premolares y molares.
Ante tan magros resultados de misflâneries –los puristas optarían por dar barzones o garbeos–, evoqué la única navidad con nieve que viví en Providence, Rhode Island; fue con todo el cotillón. Una cornucopia de remos, arbolitos, Papas Noels con sus bobalicones ¡jo jo jo! ¡Joder! Rescato las canciones del festejo: We Wish you a Merry Christmas y Let It Snow Let It Snow Let It Snow –las dos en la versión de Bing Crosby–; Jingle Bells y Drummer Boy –interpretadas por Frank Sinatra–.Maguer kitsch, las canciones me siguen gustando; pero este festejo no es lo mío.
En el medio de las derivas por la web, buscando orientación y sentido para escribir un cuento ad hoc en vísperas del 25 de diciembre, recordé los libros que me consiguió O.L.; la lectura fue postergada por el largo monólogo, en la puerta del ascensor, de la vecina del 7 piso 24. Los rescaté de una pila y visité sus capítulos, sobrevolé el relato del primer cruce del Atlántico Sur en escuadrilla, dirigida por el Mariscal de la Fuerza Aéreas y camisa negra Italo Balbo. Se hizo la luz. El vuelo empezó el 17 de diciembre de1930 en Orbetello y culminó, varias escalas después, en Río de Janeiro. Sobre el Atlántico africano, la escuadrilla, procedente de Port Lyautey –hoy Kenitra, en aquel entonces colonia francesa–, en la etapa entre Villa Cisneros –hoy Dajla, en aquel momento colonia española– a Bolama –en aquel entonces colonia portuguesa–, estaba sobre Dakar. En ese momento las tripulaciones se intercomunican por radio, para los relojes de a bordo, en Italia era medianoche del 24 de diciembre. Italo Balbo, uno de los Quadrumviri que dirigieron la marcha sobre Roma en 1922, señor de cachiporra y aceite de ricino, redactó un mensaje para radiotelegrafiar a la Compañía de Radioemisoras Italianas y, desde allí, al resto de mundo. Hablaba del primer festejo navideño de la historia en avión –mejor: escuadrilla, término de connotación militar– y enviaba mensajes de paz y felicidad al resto del mundo. Para los nativos de las colonias francesas, españolas y portuguesas debe haber sido como escuchar "Santa Claus is Coming to Town" –de nuevo en la versión de Frank Sinatra–. Terminé la lectura rápida y recordé a la vecina en la puerta del ascensor; antes de cerrarla, me preguntó con quien íbamos a pasar la noche de Navidad, "con mi hermano y su familia" –mentí–. "Porque si no, ya saben, pueden venir a casa, la vamos a pasar algunos parientes y amigos, para eso son estas fiestas". Es muy buena persona. Navidad no es lo mío.
Porque en "Un cuento de Navidad", de Charles Dickens, Scrooge cambia de actitud y se vuelve buen tipo luego de la visita del fantasma de Marley, y de los tres espíritus de navidad. Tenía mucho dinero, se asustó y quizás recordó aquella sentencia bíblica: "es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre el reino de Dios". Nunca me creí esa historia.
Estoy convencido, si uno es rico o camello –incluso los de los Reyes Magos, sean tres o doce–, es bueno tomarse una tregua de Navidad, como ingleses y alemanes en 1914.