Literatura, relatos, ensayos literarios, novelas, literatura latinoamericana
Los hay que, a veces, encuentran billeteras con dinero en la calle, o pequeñas joyas o una funda con anteojos de sol –de afamada marca–, o alguna bufanda o echarpe de calidad, o un paragua plegadizo elegante ?y no las porquerías de precio nimio que uso?; no tengo esa suerte. Pero me encuentro palabras o secretos mensajes que me remiten a lecturas.
Pensándolo bien: las palabras no son malos hallazgos, aunque no preferibles a paraguas plegadizos elegantes, o anteojos de sol de marca ?tampoco soy un jodido fundamentalista?, o una billetera con dinero y sin identificación ?tampoco soy tan amoral, de haber identificación buscaría al propietario?; a las palabras que se me aparecen por azar me remito; me abren la puerta para escribir, muchas veces, sobre ellas; ya me pasó con noxa, silphidae y también con escarabajos, caracoles y algún síndrome.
El año 2018 ha entrado en mi biografía como el más asolador con gripes, alergias y disfunciones respiratorias; responsables de que me haya transformado en una suerte de visitante frecuente de especialistas de todo tipo. De la consulta de la semana pasada a la neumonóloga, me traje una palabra desconocida: alopía; cuyo significado no fue fácil, quizás intuyendo que no la dejaría en paz si abría el juego de explicar qué era ?más que doctora es una de las brujas de Macbeth?, con solo una pista me derivó al otorrinolaringólogo: "La salud es un estado transitorio que no conduce a nada bueno" –me apropio de una cita que no es mía–. La palabra atopía me tuvo a las vueltas, como los laberintos de la Biblioteca de Babel, para encontrar su significado.
En primer lugar porque anoté en la portadilla de Wen fu prosopoema del arte de la escritura, de Lu Ji, que estaba empezando a leer: alopía; cambié de lugar la tilde. Y alopía, como una brújula apoyada sobre un imán, no me indicaba el norte; ni nada. Al final entreví que, como carteles cambiados en los cruces de calles, la tilde estaba mal puesta, no iba sobre la i sino sobre la ele, que se transformó en te:el nombre que es la clave es atopia.
Atopia o mi personal "reacción anormal de hipersensibilidad frente a diversos alérgenos" –la RAE dixit– es una palabra nueva, acuñada en 1923 por un clínico tan especialista como filólogo; la creó emparentándola con el término griego atopia (anormal o raro). Este año mi atopia viene cumpliendo horas extras: cualquier tipo de árbol o planta con el que cruce cuando camino por la calle o el aroma de un jabón o detergente o perfume, que antes no me molestaban –por no hablar de ciertos olores en transportes públicos, las prendas de algunos de los habitantes de la Reina del Plata no frecuentan los lavarropas–en algún momento me estimulan paroxismos de tos, a la vez que me tapan las fosas nasales y, a veces, lagrimear.
En mi historia clínica, esta dolencia no podría ser cortada más a medida de mi talla, porque con las lecturas me pasa lo mismo: hay textos o autores consagrados de la literatura argentina contemporánea que de sólo ojearlos me provocan metafóricas o poéticas e hiperbólicas rinitis, laringitis espasmos bronquiales, disneas y dermatitis. No me pasa lo mismo con el arte ni la arquitectura, es sólo una patología literaria.
Sin embargo, y pensándolo bien, es una predisposición congénita, así como las atopias son más frecuentes en personas con antecedentes alérgicos –en mi caso tuve abuelos y padre asmáticos y alérgicos–, con las lecturas y aficiones artísticas pasa lo mismo; el primer libro, no infantil, que recuerdo haber leído allá por los siete u ocho años, la pasteurizada Mitología griega y romana de J. Humbert, literalmente desintegrada, luego de infinitas relecturas, a la que siguió La Ilíada en la traducción de Juan Bergua –esto en primer año del secundario.
Años de librero no hicieron más que acentuar esta atopia y, con el correr del tiempo, tiendo a refugiarme en autores clásicos y contemporáneos de alto peso atómico. Le escapo a gran parte de los promocionados por los críticos y lectores cazadores –o descubridores– de hallazgos literarios ex nihilo o promovidos por alguna de las tantas parroquias literarias que adoran su capacidad de bastardear o reescribir o intervenir textos de autores argentinos consagrados. En estos casos, me limito a ojear el texto en cuestión, leer un par de páginas al azar y mi atopia hace el resto.
Luego de mi búsqueda de le mot juste para mis alergias, antes de empezar estas líneas, corregí en la portadilla de Wen fu prosopoema del arte de la escritura, el tilde de atopía por alopia. Ese libro es una poética, como la de Aristóteles, la de Horacio o el prólogo a Cromwell de Víctor Hugo –por no hablar del original y bello análisis sobre las semejanzas de catedrales y novelas con el que prologa Nuestra señora de París–, o el prólogo de Pedro y Juan de Maupassant. Lu Ji vivió en el siglo III, de nuestra era, escribió su libro dando cuenta del proceso creativo en la mente del poeta, los pasos a seguir, metodología y formación del escritor; básicamente aplicados a un género poético: el fu. Maguer sus 1800 años parece escrito ayer por sus observaciones frescas y actuales. Como suele ocurrir, tuvo una serie de imitadores, por lo cual otro poeta, posterior a Lu Ji reflexionó: "Sin embargo, algunos persiguen las ramas y abandonan la raíz y, aunque estudien mil fu, confunden cada vez más los puntos esenciales. El resultado es que la profusión de flores daña las ramas, el exceso de carne lesiona a los huesos"; palabras más, palabras menos, es lo que dijo Horacio a los jóvenes, incriminando a los hijos de Pisón cuando, para escapar al ocio y pasar por eruditos, se lanzaron a escribir tragedias –Borges diría perpetrar.
Recuerdo una viñeta de Max en el suplemento cultural de Babelia. James Joyce va a la biblioteca, la bibliotecaria lo reconoce y pregunta qué libro busca; James Joyce contesta: “La Odisea y un mapa de Dublín”. La bibliotecaria pregunta si piensa escribir algo nuevo: "La va a flipar, señora", responde Joyce.