Una fuerte tormenta de nieve había teñido de blanco el paisaje. El Maestro y Tilopa, sentados en posición de yogui, se habían cubierto los hombros con gruesas mantas de lana tejida, mientras observaban por el gran vano la majestuosidad de las montañas nevadas. Su aliento tibio y húmedo se mezclaba con el vapor del té, que se desprendía de las tazas y hacía dibujos caprichosos para luego perderse en el frío gélido de la sala. Jánaka, hecho un ovillo, dormía cerca del brasero.
Tilopa miró a los ojos al Maestro y preguntó:
—¿Por qué me ha elegido como discípulo, Maestro? Siento que soy insignificante.
—¿Y tú, Tilopa? ¿Por qué me has elegido como maestro? A mí me sucede lo mismo.
—Usted es un iluminado, tiene la capacidad de recordar vidas pasadas o leer en el cielo la llegada del Buda.
—Sin embargo, no he conseguido muchos seguidores: contigo han sido tres.
—Eso no es del todo cierto, usted ha vivido recluido, alejado voluntariamente de las ciudades. ¿Qué vio en mí para aceptarme? ¿Cómo podré llegar a la iluminación? Con suerte recuerdo mi infancia.
—No me aburras con la impaciencia, Tilopa. Ahora preguntaré yo y tú responderás. Además de ser pastor… ¿Qué más hiciste antes de llegar al pie de esta montaña? Nadie llega a este lugar por casualidad.
—Mis padres eran pastores y querían que tuviera educación más allá de la que ellos podían ofrecerme. Como no había escuelas cercanas, me enviaron a un convento budista.
—¿A qué edad llegaste allí?
—A los trece.
—¿Qué te enseñaron?
—Muchas cosas: a leer y escribir, meditar, practicar yoga, comer sanamente y a ser piadoso con las demás formas de vida. Por último aprendí a cocinar. Creo ser un buen cocinero tibetano.
—¡Todo es muy valioso!
—Sí, pero también me di cuenta allí de que el ser humano es más o menos el mismo en todos lados.
—Muy interesante, continúa.
—Al principio, como todo joven, yo había idealizado a los monjes. Conviviendo con ellos pude observar que muy pocos eran hombres religiosos. La mayoría engordaba allí su ego y su panza, discutiendo porciones de poder. La lucha más encarnizada era sobre quién conduciría el monasterio una vez muerto el anciano maestro que lo guiaba. También peleaban sobre cómo administrar el dinero y los objetos que donaban los campesinos. Vivían compitiendo como comerciantes en el mercado. Fue una gran desilusión para mí… Incluso los piadosos pugnaban para ver quién era el más bueno. Ver hombres supuestamente sabios llenos de egoísmo me generaba dolor. Por las noches pensaba que eran más religiosas mis ovejas pastando mansamente en las montañas o mis padres con su vida rústica pero sincera. Al menos, ellos me llenaban de alegría…
—Muy hermoso lo que cuentas, Tilopa; por favor, continúa.
—También pude ver la tristeza y el cansancio de los mejores. Los que sinceramente deseaban ayudar y proteger se veían obligados a conseguir alimentos, ropas, medicinas, pues de lo contrario no podían hacerlo, sobre todo en los largos inviernos. Cuanto más conseguían, más gentes llegaban de lejanos poblados a pedir auxilio. La necesidad era infinita y los recursos, siempre escasos. Con el tiempo sus miradas se volvían tristes de fatiga, de cansancio, tal vez de desilusión. Querían ser sobreabundantes como Dios. Y ese deseo de absoluto… ¿Qué hacer, Maestro, con ese deseo de absoluto? Aún hoy lo siento intensamente en mi cuerpo. Al igual que a ellos, me resultaba por momentos insoportable ser un involuntario espectador del sufrimiento ajeno. Yo también deseaba ser un dios. Ellos, pese a su amor, se llenaban de tristeza… Y así vivían. Entonces me pregunté si un sabio, un hombre verdaderamente religioso podía llevar una vida triste y me respondí que no, que algo estaba mal en ellos y en mí.
—¿Cómo lograste responder esa incógnita? Es una pregunta difícil para un joven.
—Todo eso daba vueltas en mi cabeza hasta que, castigado por comer fuera de hora, me mandaron a lavar platos a la cocina. Allí conocí a Marpa, un monje anciano, cocinero, que vivía casi sin hablar. Como mis ovejas, estaba lleno de alegría y vitalidad. Trabajaba de sol a sol y cocinaba de manera sublime. Mis tareas consistían en ir al huerto, traer verduras frescas, limpiarlas y prepararlas según sus parcas indicaciones. Una tarde, a la hora de la siesta y luego de varios meses de ser su ayudante, le pregunté sobre su secreto.
—No sé de qué me hablas, Tilopa —me contestó.
—¿Qué cosa lo mantiene feliz y lleno de alegría? —insistí—. Para mí, de eso se trata la vida.
—Vivir relajado y ser natural —le pedí si podía aclararme esa afirmación tan simple—. Debo decirte que a lo largo de la vida el ser humano desarrolla tres mentes, una de barro, la otra de piedra y la tercera de diamante. La primera es la del niño pequeño que quiere todo para él y dice: “Esto es mío”. Esa mente es egoísta y paranoica, solo sirve para sobrevivir según la ley del mar, la que dice que el pez grande se come al chico. Sobre esa mente solo es posible fundar una convivencia precaria. El niño aprende lentamente a ser feliz compartiendo. Luego, la vida adulta le roba esa inmensa felicidad. La segunda mente propone el amor al prójimo como fuente de sentido para la vida humana. Es debido a ella que concebimos la semejanza con Dios. Pero, como has podido experimentar en este monasterio, esa mente suele caer en la trampa del poder. Resulta difícil aceptar que no somos dioses. La caridad es una forma de compartir, pero no la única, sobre todo cuando a través de ella se buscan otros propósitos, como la propia vanagloria. Tu pregunta fue cuál era la razón de mi alegría.
—Sí, pues no concibo hombres de fe llenos de tristeza.
—Para eso debes llegar a la tercera mente. Si tú tienes comida y tu hermano no… ¿Puedes ofrecer una parte?
—Por supuesto.
—Él se irá con su mendrugo y los dos se habrán alimentado; pero ese hombre que ayudaste será una entelequia, nunca sabrás quién es realmente. En cambio, si lo comes en la misma mesa, conocerás su nombre y él conocerá el tuyo. Dar es bueno, compartir es perfecto.
—Eso es muy bello, yo siempre comía junto a mi rebaño.
—Es la “mente de diamante”, fuente de toda felicidad duradera.
—Este relato resume toda la sabiduría que pude atesorar, Maestro. Unos años después Marpa viajó a China y no volví a verlo. Por decisión propia retorné al cuidado de mi rebaño en las montañas y allí me quedé. Hasta que, perdido y exhausto, protegiéndome de una gran tormenta de nieve en la que quedé atrapado por largos días, llegué a las puertas de este monasterio.
—Tilopa, tal vez sin saberlo respondiste en tu relato la pregunta que me has hecho. Te he elegido como discípulo porque tu mente es de diamante, vives compartiendo, lleno de alegría, relajado y natural.