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Lo reconocí de inmediato cuando se acercó junto con los otros invitados. Como los demás, obsecuente, se inclinó al saludarme mientras alguien, al oído, me apuntaba su nombre y su cargo. No necesité que me lo recordaran.
Imaginé que él ya lo sabía cuando al estrecharme la mano buscó evitar mis ojos. Creí, casi lo hubiera jurado, al contacto de nuestras palmas.
Ya en el salón, sin esfuerzo, ubiqué su cabeza en el círculo cerrado de una de las mesas y durante toda la cena, no hice otra cosa que estar pendiente de sus movimientos. ¿Quién podía saber en ese momento hasta dónde me afectaba su cercanía? ¿Qué sucedería si después del discurso me aproximo a su lado y apoyo, con camaradería, mi mano sobre su hombro?
De pronto yo era el roce de aquella mujer murmurándole al oído hasta hacerlo sonreír, era los dedos que descansaban a su lado sobre el mantel o la copa con que se refrescaba los labios. Podía percibir hasta su perfume salvando la distancia que nos separaba, turbándome, exacerbados mis sentidos por su sola presencia en el mismo salón.
Atraído como una mariposa por la luz, con una creciente urgencia, casi diría encandilado, me entregué al avance de la noche, al murmullo de las palabras, al incesante ruido de copas y platos, a las conversaciones que dejaron de interesarme, al protocolo; a todo aquello, en definitiva, que me impedía ese solo deseo: acercarme para entonces preguntarle: ¿creíste que había olvidado?
Había sucedido aquel verano cuando regresé con mi familia a Lobos para pasar las vacaciones. De inmediato, mis ojos sureños, acostumbrados a las grandes extensiones y a la soledad, vagaron con curiosidad por ese pueblo sencillo.
Nos habíamos instalado en la casa donde yo había nacido, la de mi abuelo, que mis madre aún conservaba como si nunca nos hubiéramos ido de ese lugar.
Vos vivías en la misma cuadra, en la otra esquina, y eras un poco más grande, tal vez tres o cuatro años, pero nos hicimos amigos enseguida. Teníamos en común cierta semejanza de infancia ermitaña y el gusto compartido por la pesca. Juntos solíamos encarar los kilómetros que nos separaban de la laguna grande, bajo el sol implacable de la siesta que hacía desaparecer el resto del pueblo tras las mirillas apretadas de los postigos.
Generalmente estábamos solos. Los otros chicos, aunque había pocos de nuestra edad, no se juntaban con nosotros. Como no conocía a nadie, eso no me importaba demasiado.
Me gustaba mucho la pesca y, además, estar cerca del agua. Para alguien que llegaba del sur, el calor de Lobos era sofocante.
Calentón, ahora recuerdo que me gritabas cuando me veías luchar como un loco por un nudo caprichoso de la línea o con un anzuelo mal encajado. Y además, mandón, agregabas muchas otras veces, pero tal vez eso fue un poco después. Tu voz se confunde en el recuerdo.
Vos eras más bien reservado, por lo general, te gustaba más escucharme. Igual, hablábamos poco y, de algunas cosas, por ejemplo, de las mujeres, casi nada. Yo, que era algo más chico, tampoco estaba muy interesado en esos asuntos todavía.
Sudorosos, cansados, llegábamos a la laguna y lo primero era tirarse al agua y refrescarse. Después había que armar las cañas. Luego, a la sombra de un árbol y a la espera del pique, casi desnudos, tomábamos el descanso merecido, echados cara al cielo, masticando pedacitos de hierba dulce en esa conversación de pocas palabras.
Así fuimos pasando el verano, compartiendo la intimidad de las horas muertas de la tarde. Y así las horas, y así las tardes, hasta aquella en que te conté que ya no volvería al sur porque pronto me iría a la Capital para estudiar. Y que eso sería en unos días más cuando terminaran de resolver si lo mejor era para mí la medicina o el colegio militar.
Entonces fue cuando te pusiste de pie y tu sombra me cubrió por completo. El frío, el repentino temblor y aquello que podría no haber sucedido si yo no hubiera querido o si no hubiera sido tan chico para saberlo. No lo sé, con los años logré enterrar para siempre ese momento.
Sí recuerdo el regreso más tarde al pueblo con el paso apretado y solitario por algo que no había terminado de entender del todo, pero ya me confundía. Al siguiente, aunque al verano le faltaban unos días, nos fuimos de Lobos y no te volví a ver.
?¡Che, general! ¿Por dónde andás…? Mirá que te están esperando…?. Las palabras de mi mujer se deslizan al vació junto con el gesto de su mano sobre mi pierna.
Entonces mis ojos buscaron su mesa, nuevamente, pero ya no estaba, se había ido.
Y nunca más después de esa noche, como si jamás hubiera existido, lo volví a ver.