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DaniloAlberoVergara 12/18/2017 5:52:25 PM
DaniloAlberoVergara
La Difunta Correa
Danilo Albero Vergara, escritor argentino
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Tags literatura latinoamericana relatos Danilo Albero Vergara escritores argentinos escritores latinoamericanos narrativa argentina ensayos literarios literatura
 
Relatos, ensayos literarios, literatura latinoamericana
 

Miguel Martos cuenta, en alguna parte, que, como no podía empezar a escribir su radionovela, resolvió entrevistar gente en busca de más información. Entonces tuvo un encuentro decisivo con una anciana: "a veces los sueños se convierten en realidad -le habría vaticinado la mujer al escritor-, ojalá que el suyo sea uno de esos. Tiene un sueño hermoso, escríbalo"; fue una revelación que le ayudó a terminar su trabajo.

Con los ojos cerrados, recordó la anécdota de Martos, rescatada de las páginas de su block de notas, cuando la mujer le tocó el hombro y le dijo algo. Sorprendido, levantó la cabeza e inquirió como si fuera parte de sus pensamientos y notas inconexas; si la viera Triviño me diría "etnorresistencia cultural", concluyó, y se quedó mirándola fijo. Con una sonrisa que no se borró de la cara, volvió a pedirle permiso para acomodarse en su asiento; se disculpó, dijo que estaba medio dormido y se levantó para dejarla pasar. La mujer comentó acerca de la gente distraída, se acomodó en la butaca de la ventanilla y agradeció. "Etnorresistencia cultural", repitió antes de sentarse, cerró los ojos, intento regresar a su duermevela y volver a encontrar el hilo de Ariadna de sus pensamientos.

Sacudió la cabeza para espantar su letargo y miró el pasillo hacia adelante. Por el paisaje percibió que pasaron Caucete; casi una hora de viaje. Buscando ensamblar el rompecabezas de datos que ocultaban un relato, volvió al block: más de veinte versiones de la misma leyenda, las mayores divergencias fueron en torno al año en que ocurrió la historia, cuando los arrieros la encontraron; pudo haber sido entre 1820 y 1870. Recordó la sonrisa sedante de la mujer que viajaba a su lado; muy bella, sus ojos negros conservaban una vivacidad juvenil, ¿qué edad tendría?, cincuenta o más, cincuenta y cinco largos, la misma diferencia que en el período en el cual se podría datar la leyenda.

¿Por qué Difunta y no Madre o Madrecita?, volvió a preguntarse y sonrió, tenía esa respuesta: "Difunto. Del latín defunctus, participio de defungi, cumplir con (algo), pagar una deuda, vita defungi: fallecer", rescató del diccionario Corominas; cumplir con algo, ¡bien!, ese podría ser un buen punto de partida para escribir su relato. Más confiado volvió sobre la época, sucedió entre dos fechas extremas, 1820 y 1870. Desde los primeros enfrentamientos entre unitarios y federales hasta la Guerra del Paraguay. La  leyenda surge como mensaje de solidaridad en un país enfrentado en luchas internas, durante los años en que el lugar común para los contendientes fue la crueldad. Una alegoría muy potente: la madre que después de muerta sigue amamantando al hijo. Algunos de sus bocetos comenzaron a tener sentido; reclinado en la butaca, pensó en la compañera de viaje, para evitar mirarla cerró los ojos y trató de recomponer los rasgos con la imaginación: pesadas trenzas renegridas y una sonrisa donde, pensó  arriesgando una nacionalidad, brilla el sol del Perú, aunque también podría ser boliviana o ecuatoriana, porque definitivamente no era argentina. Cayó en cuenta del error y volvió sobre sus reflexiones; también podría ser argentina; años viviendo en la capital a veces hacían olvidar cómo se viste y arregla la gente de interior y, al ver a provincianos de rasgos indígenas, uno los hace extranjeros. Tenía un estilo más alegre, se movía de manera distinta y en su vestimenta había un toque colonial; pensó en qué se diferenciaba la manera de moverse y no pudo definirlo pero, sin lugar a dudas, era andina. Siempre tuvo la certeza de que los pueblos del Ande siguen adorando al sol, como sus ancestros precolombinos, qué mejor manera de honrarlo que enjoyándose la boca -acceso del alma al cuerpo-, adornándola con arreglos de oro en los dientes. Es la suma imponderable de aspecto físico, atuendo y arreglo personal lo que Triviño llamaría "etnorresistencia cultural", la tenacidad de antiguas tradiciones, concluyó.

Otro nudo de divergencias surgió en torno al nombre, Deolinda, Belinda, Mercedes; se optó por el primero. Siguen las discrepancias con el nombre paterno, pero todas coinciden en el apellido: Correa. La leyenda se afirmó y ya es, definitivamente: Deolinda Correa, la Difunta Correa.

El ómnibus empezó a trepar por la recta que se adentra en las estribaciones de la desértica Sierra Pie de Palo. Con una maniobra de doble embrague, el conductor colocó segunda que amenazaba ser interminable y ajustó su velocidad a la de un pelotón de ciclistas, cuyas ropas coloridas contrastan con el ocre dominante del paisaje; también se dirigían al santuario porque ese camino concluye allí. El conductor esperó que pasasen los vehículos por la mano contraria; por su parte, los ciclistas se iban cerrando contra la banquina para despejarle el camino. Con el cuerpo echado sobre los manillares y parados sobre los pedales, los punteros aceleraban y el pelotón se estiraba en una larga hilera multicolor, él pensó en un arco iris desplegándose sobre el negro mate del asfalto.

  —¿Usted viene muy seguido? -preguntó ella.

  —Una vez al año, cada vez que visito la provincia -la miró de nuevo y se dio cuenta de que no había estimado bien su edad; esa mujer no podía tener cincuenta años, bastante menos.

  —A mí -un cascabeleo de cadenas de oro cuando se acomodó las trenzas- se me hace un poco difícil llegar hasta acá.

  —¿De dónde viene? -el brillo no era de sus dientes sino de las joyas.

  —Desde Arica.

  —Eso queda lejos, bastante lejos –volvieron al silencio.

Con el camino despejado el conductor aceleró para pasar la hilera de ciclistas y saludó con una andanada de bocinazos, respondieron levantando un brazo, la mujer se volvió para verlos. Sin mirar, él supo que ahora acelerarán los últimos, la larga y proteica fila se volvería a compactar en un pelotón del ancho del camino y ese pelotón, de manera permanente, ritmada y natural, como dedos entrelazándose, se iría recomponiendo, cuando los que estuvieran a sotavento se cruzaran hacia barlovento y relevaran a los de allí, cortando la resistencia del aire.

Como en una romería: Camino a Santiago, tanto anda el cojo como el sano, decía su abuela, no existe la salvación individual si no se salva el grupo. Mientras miraba las sierras y las rocas de formas atormentadas hacia su izquierda, pensó en las fuentes consultadas en busca de la unidad del relato. Había divergencias en torno al lugar de donde partió la Difunta: la mayoría coincide en que iba de San Juan a La Rioja, otras hablan de un camino inverso; también se duda si tenía uno o más hijos, si iba a buscar al marido o tras el rastro de unos animales que se le perdieron o si estaba buscando miel silvestre y algarroba. Recordó cuando niño y su primer contacto con la leyenda, el comienzo de una vieja tonada cuyana: "Dicen que murió de sed, iba en busca de algarroba, los arrieros la encontraron, dormidita en el camino". De nuevo divergencias que, curiosamente, convergen hacia la misma historia: murió de sed; sin embargo, todas las versiones llevan hacia el mismo lugar, el santuario adonde se dirigían. ¿Cuál elegir?; los relatos se fragmentan, vuelven al mismo punto en que se hallaba cuando resolvió que la mejor manera de escribir esa historia era volver a realizar la peregrinación.

  —Arica queda bastante lejos -dijo él.

  —Cada vez que hago este viaje pienso si no vengo de mucho más lejos... -sacudió la cabeza- pero vengo desde siempre, ahora traigo el vestido de casamiento de mi hija.

  —El vestido va a estar bien acompañado, el año pasado vi uno que había enviado una novia desde Marruecos.

—Trae suerte casarse con un vestido prestado de la colección de la Difunta, la última vez que estuve vine con mi familia y conocimos a un matrimonio de franceses y a otro de mexicanos; los caminos traen gente de todas partes. Usted conoce bastante, es raro.

  —Por qué?

  —No parece peregrino.

  —Sin embargo vengo a pagar una promesa. A mi manera. Pero vengo a pagar una. Me gustan los desiertos, las montañas y las leyendas que se cuentan. ¿Y de qué tengo aspecto?

  —No sabría decirle, pero no parece peregrino, a lo mejor es su mirada. Sí, debe ser eso.

  —¿Qué tiene mi mirada?

  —¿No se molesta si le digo lo que me parece?

  —En absoluto.

  —Tiene mirada de alguien que no cree.

  —Puede ser -pensó que los ojos negros de la mujer parecían atravesar la oscuridad más cerrada.

  —Pero, cuénteme.

  —¿Qué quiere que le cuente?

  —¿Por qué le gustan los desiertos?

  —Desde chico me apasioné por las historias de un escritor de mi provincia, Draghi Lucero, en su libro Las mil y una noches argentinas habla de esta región. Lo vengo leyendo desde finales de la escuela primaria, me marcó para toda la vida y me dio una manera de ver el mundo, gracias a esos cuentos conocí mejor esta zona y me encariñé con ella. De adolescente, haciendo andinismo, muchas veces encontré nombres y paisajes de lugares descritos en Las mil y una noches argentinas.

  —Esta zona es muy triste, debe ser difícil vivir acá.

Ella miró por la ventana y él pensó en sus notas y en aquel trabajo de su amigo, el antropólogo Luis Triviño, que estudió la vida y costumbres de los lugareños de un punto nodal, un poco más al sur de donde estaban, en el que las tres provincias cuyanas se tocan y lo bautizó "catedrales del desierto". Pensó que el nombre para definir ese territorio, encajonado entre las Sierras Pampeanas Occidentales al este y los contrafuertes de la precordillera al oeste, era poético y adecuado. Recordó fragmentos de una nota que escribió luego de un viaje a esa zona de lagunas interligadas, allí vivió una población de pescadores y labradores que abastecían de pescado y trigo a las poblaciones vecinas.

"Estas lagunas eran alimentadas por los ríos San Juan y Mendoza; la sucesiva construcción de diques en las provincias redujo el caudal de agua que éstos traían y la zona, de a poco, se desertificó. Sin embargo, las tradiciones y costumbres de sus antiguos habitantes se resisten a desaparecer y aunque la mayoría de los descendientes de los laguneros no viven allí, se juntan una vez por año, en una festividad religiosa, para conmemorar sus orígenes y volver a la tierra de sus ancestros. Es la persistencia de la etnorresistencia cultural: donde el agua espejaba entre los juncos ahora reverbera el salitre, y el viento agita la superficie en olas de polvo. He caminado por donde alguna vez los laguneros navegaron en sus barcas de totora, donde antes chasqueó el agua bajo los remos ahora cruje la tierra reseca, en vez de peces nadando entre la vegetación acuática ahora corretean lagartijas entre los cactus; caranchos y buitres señorean en el antiguo reino de las zancudas y aves acuáticas".

El santuario de la Difunta Correa queda al norte de esa región, pero es la misma cultura y la sintetiza -pensó-: es la gran Catedral del Desierto. Hasta allí todo está bien, muy poético. Ahora, ¿cómo narrar esto en relato que incluya las dos historias: la de las lagunas y la de Deolinda Correa?. "Persigo una forma que me es esquiva", habría dicho Rubén Darío.

  —Sin embargo soy un peregrino, a mi manera, pero lo soy.

  —¿Cómo dice?

  —Quiero escribir un relato sobre la historia de la Difunta y no puedo terminarlo. Por eso este viaje, espero me ayude.

  —¿Y para qué va a contar una historia que todo el mundo ya conoce?

  —¡Qué pregunta!

  —Bueno, a lo mejor no todo el mundo la conoce, entonces es bueno que alguien la vuelva  a escribir, siempre alguien puede enterarse, ¿no?

  —Yo veo en la Difunta un ejemplo de solidaridad y amparo. Es la patrona de los camioneros. Todos los que hemos viajado en automóvil por la ruta sabemos de la ayuda de los camioneros cuando tenemos un problema, aparecen de la nada, nos dan una mano y desaparecen en el camino. Ellos saben de la soledad. Además, a la Difunta ¿no la encontraron unos arrieros? Los arrieros de ayer, hoy son conductores de camiones, por algo es su protectora.

  —Eso es muy bonito, cuando escriba la historia póngalo. Yo creo que ya la tiene lista.

  —No estoy tan seguro.

Quedan en silencio, él releva todos los detalles ante los que claudica su "mirada alguien que no cree".

  —¿Por qué no está tan seguro, y qué más sabe?

  —Un milagro muy visible de la Difunta es el oasis creado junto a su santuario y la cadena solidaria que genera. El movimiento diario de romeros, es como un río en el desierto, va hasta ese lugar inhóspito, donde la fe levantó un vergel artificial. Cada peregrino llega con su botellita de agua, pero este aporte no alcanza. Todos los días, camiones cisternas traen agua de Caucete para regar los árboles y cargar los tanques y piletas. Y este movimiento es sostenido con el aporte de los peregrinos que, junto con sus exvotos, depositan con sus contribuciones en las alcancías; la fe creó y sustenta al oasis. Con parte de estas donaciones, una fundación mantiene dos escuelas con régimen de internado para los hijos de puesteros de la zona, un pequeño hotel, y unos galpones para que los peregrinos sin recursos puedan pernoctar. Si los peregrinos dejasen de venir todo desaparecerá como un espejismo y sólo quedarán palabras que lo rescaten.

  —Yo creo que ya me contó su historia.

  —Pero no puedo escribirla.

  —Si usted es escritor debería poder. Me parece increíble.

  —¿Qué le parece increíble?

  —Que usted sea escritor.

  —¿Por qué?

  —No sé, no estaría sentado acá al lado mío en un ómnibus. Me imagino que los escritores escriben de otras cosas, por eso salen en los diarios, ¿no?

Estaban llegando, ella miró los edificios por la ventana y él retomó sus pensamientos, todas las veintitrés versiones que consultó coinciden en un punto: donde murió y la encontraron. Es el lugar lo que hace la historia verosímil, una persona que se extravíe en esta zona elegirá el punto más alto para orientarse o buscar ayuda y el santuario está en un montículo que sobresale de la meseta. La versión por la que él optará cuenta que, alrededor de 1830, Deolinda Correa, con su niño en brazos, siguió el destino de su marido, enganchado en una leva forzosa de Facundo Quiroga. Tras las huellas de la montonera del riojano, ella se internó en pleno desierto, pero no pudo salir, agotada se recostó a la sombra de un algarrobo en un montículo y allí falleció; el niño sobrevivió amamantándose de su pecho. Así los encontraron unos arrieros que sepultaron a Deolinda, la noticia del milagro empezó a correr de boca en boca y empezaron a venir peregrinos para visitar el lugar. Alguien levantó la primera capillita: cuatro muros de pirca techados con paja brava y dos ramas de algarrobo atadas con tiento formando una tosca cruz. Fue el cimiento de una catedral de piedra y viento.

Casi un siglo después, en la década del '30, Miguel Martos, poeta, político y escritor sanjuanino, escribió el primer radioteatro sobre la Difunta Correa. En una carta a un amigo, le contó de las dificultades que pasó para empezar, de un encuentro con una anciana y del vaticinio de que lograría su cometido. Muchos devotos vieron en esa premonición la presencia de la Difunta; cierta o no, ese radioteatro fue uno de los primeros del país, ganó un inmediato suceso y sirvió de inspiración a otros en los años venideros.

  —¿Todavía sigo teniendo la mirada de alguien que no cree? -preguntó cuando descieron del ómnibus.

  —No, tiene la mirada de alguien que está desorientado. Me recuerda a unos arrieros que vi una vez, buscaban refugio en el medio de un viento Zonda. Haga como ellos, tenga fe.

El pensó si las palabras de la mujer no eran eco del viento en la meseta. ¿Cómo pudo ver a esos arrieros? Intuye que nunca tendrá esa respuesta.

  —Hasta aquí llego yo. Quiero averiguar unos datos en la oficina del administrador. ¿Le puedo hacer una pregunta?

  —Claro, pero no averigüe más nada, ya tiene su historia. Ahora debe escribirla.

  —Creo que no le expliqué bien, no es tan fácil como parece. Es como un sueño que no puedo contar -no le venía mal plagiarlo a Martos.

  —Usted fue muy claro, pero pienso que no es tan difícil como usted dice.

  —Será que sigo siendo alguien que no cree.

  —Tal vez. Pero no me ha hecho su pregunta.

  —¿Por qué vino usted a traer el vestido de bodas de su hija?

  —Ella está embarazada, y quiere que su vestido de novia esté acá antes de que nazca el niño. Entonces vine yo.

  —Sí, una madre es capaz de hacer cualquier sacrificio por un hijo -participio de defungi, cumplir con (algo), pagar una deuda, pensó-. Ya ha llegado.

  —Usted lo ha dicho -dijo con aire nostálgico-, capaz de cualquier sacrificio y he llegado.

Confuso por esta relación inesperada de términos la vio alejarse con el paquete de su encomienda hacia la escalera que lleva al santuario. Participio de defungi. Antes de perderse en la multitud ella se volvió.

  —A veces los sueños se convierten en realidad, el suyo es uno de esos, estoy segura que va a encontrar los datos que anda buscando. Usted tiene un sueño hermoso, escríbalo -dijo con sonrisa cómplice.

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