Era el año de 1248, mientras en un monasterio de la Rioja, España, un entonces anónimo poeta escribía aquellas estrofas que llegarían hasta hoy: “Yo maestro Gonçalvo de Verceo nomnado / yendo en romería caeçí en un prado”, el santo y bienaventurado rey Fernando III, que unificó en su persona los reinos de Castilla y León, acampaba junto con sus tropas en torno a la cercada Sevilla. Durante el asedio sobrevino este incidente y el relato que lo documenta, que bien podría ser narrado por alguno de los conmilitones del general Ferversham en la cena inicial de Las cuatro plumas, y que ha llegado hasta nosotros por la péñola del nieto de aquel rey santo y bienaventurado. Este nieto, guerrero y hombre de letras, el infante don Juan Manuel, fue, por sus señoríos territoriales y juridisccionales, uno de los ricos hombres más poderosos de su tiempo; podía cabalgar, al frente de mil caballeros armados, desde el reino de Navarra hasta el de Granada, pernoctando en villas y castillos de su heredad; de estas antiguas grandezas hoy restan escombros: gallinas y cerdos corretean entre los nobles muros de alguna fortificación derruida; carreteras y edificios de propiedad horizontal han sucedido a las antiguas villas, vías de ferrocarril parcelan otrora extensos cotos de caza y al infante don Juan Manuel, poderoso noble guerrero, sólo se lo recuerda por su pluma. A su relato me remito.
En aquellas lejanas vísperas del asalto final a Sevilla, tres de los caballeros del rey Fernando, que se tenían para sí como los mejores hombres de armas que en el mundo han sido, son y serán, seguían en su disputa iniciada al comienzo de la campaña, sobre cuál de ellos era el mejor [hobieron un día porfía entre sí cual era mejor caballero d’armas].
Como los caballeros no se pudieron avenir en sus porfías acordaron en armarse y cabalgar hasta las puertas de Sevilla y llegar a una distancia tal que pudieran tocarla con las puntas de sus lanzas, de esa manera los hechos darían mejor dictamen. Al día siguiente, ataviados con sus mejores armaduras y montados en sus más diestros caballos, se dirigieron a la ciudad; desde sus atalayas, los vigías moros, creyendo que eran tres mensajeros, no dieron la voz de alarma aunque permanecieron alertas. Los tres corajosos caballeros atravesaron el no man’s land, cruzaron el puente sobre la cava y, bajo los matacanes de la entrada, dieron con sus lanzas tres retumbantes golpes a la claveteada puerta, hecho esto volvieron riendas a sus caballos y, al paso, retornaron hacia los suyos.
Del otro lado del no man’s land, sus alertados camaradas, el rey y el resto del ejército asistían mudos; cuando los moros vieron que los tres jinetes no habían dejado ningún mensaje cayeron en la cuenta del escarnio, armaron a más de mil quinientos jinetes y veinte mil infantes y salieron tras de ellos. Cuando sintieron los gritos de los perseguidores, los tres caballeros -el primero, cuyo nombre el cronista no recuerda, don Lorenzo Suárez de Gallinato y don Garcipérez de Vargas- que ya habían recorrido casi la mitad del camino de regreso, detuvieron su paso, de nuevo volvieron las riendas de sus cabalgaduras en dirección a Sevilla y esperaron. Con certeza, a ninguno de los tres se les podría enrostrar aquel comentario que el macedonio Alejandro le hizo a un veterano que blasonaba con su cicatriz en la mejilla delante de unos reclutas: “soldado, la próxima vez que huyas no vuelvas la cara a ver si te sigue el enemigo”.
Cuando los moriscos hubieron recorrido poco más de la mitad del camino que los separaba de los autores de su escarnio, el caballero cuyo nombre el cronista ha olvidado cargó hacia sus seguidores vociferando desentonados epinicios, sus dos compañeros permanecieron quedos, cuando los moros estuvieron más cerca, don Garcipérez de Vargas espoleó su caballo y se lanzó al ataque [fue los ferir], don Lorenzo Suárez de Gallinato permaneció firme y no se movió hasta que sus enemigos se le echaron encima y lo hirieron; recién en ese momento [dezque lo començaron a ferir] entró en combate. Mientras tanto sus compañeros que veían tal derroche de coraje habían tenido tiempo de armarse y llegaron justo a tiempo para socorrer a los tres corajosos, heridos, pero no de gravedad. Sereno y prudente, el rey mandó prender a los tres corajosos y los condenó a muerte por haber actuado sin su orden y arriesgar a todo el ejército, que todavía no estaba preparado para dar una batalla definitiva.
Pero los grandes de su hueste intercedieron por los tres reos y el rey -quizás porque en el fondo los admiraba- los perdonó, pero intrigado por el modo de dirimir la disputa de los tres corajosos reunió a sus consejeros para juzgar cuál de los ellos había sido el mejor. No fue fácil, cuando alguno esgrimía razones, otro, con iguales o mejores argumentos, lo rebatía; para unos era el primero, para otros, el segundo, para otros, el tercero. Por fin se llegó a una conclusión que fue aprobada por sus fundamentos: si los moros hubieran podido ser vencidos por el simple vigor de los tres corajosos, el que el cronista ha olvidado el nombre fue el mejor caballero, pues comenzaba algo que se podía concluir. Pero como los moros eran tantos que por ninguna guisa los pudieran vencer: el primero que atacó bien lo pudo hacer por vergüenza a que el miedo lo hiciera huir, don Garcipérez de Vargas esperó más que el primero y lo tuvieron por mejor porque sufrió más miedo, pero don Lorenzo Suárez Gallinato fue el que sufrió todo el miedo y por lo tanto fue tenido por el mejor caballero.
Cuatro siglos después, el jesuita Gracián rescató esta historia y la usó como ejemplo de la Agudeza Paradoja. El nombre del primer caballero permanece en el olvido, hay quien sostiene que fue Payo de Correa, gobernador de Cazorla. Nunca fue confirmado.